"No duermas de noche y ayuna de día...
Piensa que tus niños fueron más dulces
de lo que fueron, y quién los mató más
espantoso de lo que es".
Willian Shakespeare (Ricardo III)
1. La sabiduría de las gaviotas
Las gaviotas levantaban el vuelo y volvían a caer sobre lo que fuera que las tenía atareadas; acudían desde las salinas y los carrizales, graznando frenéticas cuando descendían. El agente Quintana conocía demasiado bien su voracidad, de manera que supuso que no podía ser otra cosa que comida. Estas aves buscan su alimento por la banda de tierra que circunda el Mar Menor y las cinco islas volcánicas que salpican su interior. Como no se zambullen se limitan a comer lo que roza la superficie, devorando los desperdicios de los puertos y playas. Demasiada comida a repartir, para andar peleándose.
—¿Por qué paras, Quintana? —preguntó Jiménez.
—Esas gaviotas me inquietan.
—Ya sabes que el sargento no quiere que pasemos más allá del molino.
No era habitual que la Policía Local se adentrase por los caminos de tierra de los humedales, no solía hacerlo porque los motoristas del Seprona patrullaban toda La Manga, incluyendo los accesos a las Salinas y Arenales de San Pedro del Pinatar, al norte de Lo Pagán.
—Mira lo excitadas que están —Quintana señaló el saladar, golpeándose el dedo en el cristal del parabrisas—. ¿No te parece que hay demasiadas?
—Habrá un perro muerto.
—Deberíamos echar una ojeada —dijo apagando la radio.
Aunque a Jiménez no le hizo demasiada gracia, el coche patrulla abandonó la carretera asfaltada, rodando lentamente por el polvoriento camino. Eran las siete de la mañana y la playa de Villananitos se encontraba silenciosa y desierta, al igual que los Baños del Lodo. Los únicos sonidos los producían las enloquecidas gaviotas y las ruedas del vehículo al aplastar la tierra. Cuando el coche se detuvo, algunas levantaron el vuelo; las más atrevidas aguardaron a que el agente estuviera más cerca, para elevarse sin mucho entusiasmo.
A primera vista parecía que no había otra cosa que la basura habitual: botellas vacías, bolsas de plástico, periódicos y restos de comida entre las algas negras. Sobre todo comida. Movió la cabeza a un lado y a otro, haciendo un gesto de profundo desagrado: menos mal que las gaviotas se lo zampan todo, pensó. Murmurando maldiciones se paró en la orilla. Con las manos en la cintura y el cuello estirado, Quintana se asomó a uno de los conductos que comunican las Salinas con el Mar Menor y la impresión que recibió estuvo a punto de tirarlo de espaldas.
—¡Jooder…!
—¿Qué pasa, Quintana?
Pero Quintana no fue capaz de responder. Después de respirar profundamente, se obligó a mirar de nuevo con cierto recelo, aunque ya intuía lo que iba a encontrar. El sargento había transmitido por radio la descripción de Susana Montón, una niña que a las tres de la mañana aún no había regresado del cine. Su compañero de patrulla, alertado, salió del coche y se acercó lentamente, intentando disimular su inquietud. El cuerpo que estaba sumergido entre la costra de sal, taponando el conducto, era el cadáver de una chica. Se hallaba todo cubierto de picotazos, con los brazos abiertos en un gesto inútil que no supo interpretar. La descripción coincidía: delgada, vaqueros y camiseta de tirantes bajo una blusa amarillenta de manga larga manchada de sangre. Con los puños apretados, Jiménez cerró los ojos, se llevó la mano derecha a la boca y mordió la falange del dedo índice, conjurando el dolor para saborear una realidad más accesible y familiar. Una bocanada de aire fresco y salitre inundó sus pulmones y, poco a poco, fue recuperando el control. Unos metros más allá, con el pelo enredado entre unos matorrales de taray, había una cabeza cubierta de moscas, que también coincidía con la descripción: cabello largo, rubio y dos pendientes en el lóbulo de la oreja izquierda.
Todavía mareado, se dirigió hacia el coche. Con una mano temblorosa que se negaba a obedecerle, consiguió conectar la radio e informó al sargento.
Siete minutos tardó la patrulla del Seprona en acudir a la charca y dieciocho en aparecer el todoterreno de la Guardia Civil, que acordonó la zona con la cinta blanca de plástico con letras verdes:
NO PASAR GUARDIA CIVIL NO PASAR GUARDIA CIVIL....
Mientras se efectuaba el reportaje fotográfico, numerando las pistas sobre el terreno para enlazarlas con el inventario de pruebas, llegaron la ambulancia y el furgón del juzgado. En apenas una hora, las Salinas del Coterillo bullían de uniformes, batas blancas e inspectores de paisano tomando notas y conversando en murmullos entre el crepitar de las radios.
Para evitar la destrucción de posibles pruebas, los agentes se movían con sumo cuidado mientras un inspector de la Científica, con su mono blanco, su maletín abierto y en cuclillas, hacía un minucioso acopio de pelos, muestras de sangre, saliva y demás secreciones que introducía en bolsitas con cierre hermético. Después, le introdujo las manos en bolsas de plástico para resguardar cualquier evidencia que pudiera encontrarse bajo las uñas, realizó el vaciado de algunas pisadas y buscó colillas con maniática obsesión. Cuando parecía que había terminado se incorporó, se deshizo de los guantes de látex y empezó a levantar un croquis del lugar de los hechos, con un cigarrillo entre los labios.
El último en llegar fue Luzón, el médico forense, un hombre maduro de piel clara, alto, encorvado, con abundante pelo negro y las sienes salpicadas de canas. El doctor saludó a la comitiva judicial y al teniente de la Guardia Civil, pero sólo se detuvo a charlar con el juez de instrucción, mientras extraía del bolsillo una funda y de la funda unas gafas que limpió a conciencia. Cuando estuvo satisfecho con la transparencia de las lentes, se aclaró la garganta, intentó espantar las moscas sin conseguirlo e inició el reconocimiento del cadáver con estudiada parsimonia.
Sabía que todos estaban pendientes de sus movimientos precisos e imbuidos de ciencia, mientras analizaba las heridas en busca de equimosis, hemorragia y tejido graso, para determinar las que habían sido producidas antes y después de la muerte. Conectó la grabadora sin darse demasiada prisa y murmuró sus primeras impresiones para que la audiencia pudiera cazar al vuelo algunos retazos. Así pudieron conocer de primera mano que el cuerpo se encontraba en la primera etapa del rigor mortis, que el espasmo cadavérico mostraba la postura de la víctima cuando le sobrevino la muerte entre las tres y las cuatro horas de la madrugada, que no se apreciaban contusiones y que la decapitación se había producido cuando la niña ya estaba muerta. Eso era todo, señoras y señores, eso era todo por el momento: «hasta que se proceda a la autopsia para determinar con exactitud cualquier otro daño que hubiera dejado huella material y poder precisar tanto las lesiones externas como las internas».
Sólo entonces se procedió al levantamiento del cadáver. Los camilleros, con cara de circunstancias, metieron el cuerpo en la bolsa negra, lo acomodaron sobre la camilla, ajustaron las correas y lo introdujeron en la ambulancia, que se marchó proclamando con todo tipo de aullidos una urgencia que ya no era necesaria. Cuando los radio patrullas emitían los primeros informes, llegó un comunicado afirmando que habían detenido al asesino. El conductor del tractor encargado de rastrillar la playa lo había encontrado durmiendo en el área infantil, apestando a cerveza y cubierto de sangre. Los términos sospechoso y presunto fueron descartados de inmediato.
Era lunes, un lunes soleado de finales de junio allí en Lo Pagán, una tranquila pedanía de pescadores que albergaba poco más de tres mil habitantes. En los meses de verano se convertía en la zona turística del municipio y la población se multiplicaba, porque pocas regiones tienen la fortuna de contar con un lago de agua salada junto al Mar Mediterráneo, una albufera de aguas tranquilas, transparentes y poco profundas. Como todos los años, los periódicos hablaban ya de la ola de calor que se avecinaba. Estaba a punto de comenzar la temporada alta en el Mar Menor y todos deseaban que ese inoportuno suceso se perdiera en el olvido.
2. El inspector Proaza
Mientras aguardaban a que hiciera su aparición el comisario de la Mata, el Grupo de Homicidios de la Comisaría de Cartagena charlaba animadamente bebiendo café, bromeando sobre los últimos acontecimientos. Juanito, el inspector más joven, paseaba la mirada por la estancia, donde se reunían cada mañana para comentar la evolución de los casos que cada uno llevaba y recibir sugerencias y órdenes, eso que algunos pedantes llamaban el briefing. Como era el más joven y todavía no le habían asignado ninguno se sentía como un intruso, admirando el desorden de papeles y carpetas con el membrete de la Jefatura Superior de Murcia tras los que se parapetaban los agentes. Juanito imaginaba lo que debía sentirse ante la obligación del informe diario, con su firma estampada a pie de página, como había simulado tantas veces en la Academia de Policía de Ávila. Por el momento, su única satisfacción era el olor a cuero y aceite que subía de la funda pistolera, y la presión algo molesta del arma bajo la axila. Pero lo que más le gustaba, lo que hacía que se sintiera orgulloso era la placa. De no haber sido porque sin duda todos le mirarían como a un novato, la habría sacado para recrearse de nuevo.
Cuando el comisario entró en la sala, las conversaciones se convirtieron en murmullos hasta desaparecer por completo. Octavio de la Mata era un hombre enérgico de mirada imperturbable, al que todos admiraban por su fama de policía honesto. Se movía con la seguridad del que no teme a nada, un investigador íntegro e implacable con tan sólo una manía: no soportaba los casos abiertos. Era el policía de la región que más casos había resuelto. Siempre iba al grano, gritando sus impresiones sin importarle quien estuviera delante o a quien pudiera ofender. Y jamás sentía la necesidad de justificar su sinceridad y aparente falta de tacto.
El comisario soltó sobre la mesa un montón de expedientes, se sentó y solicitó los informes, que introdujo en sus respectivas carpetas cuando los hubo leído. Después, entregó a la inspectora Marín un informe de balística, dio algunas indicaciones a los inspectores Barba y Utrero sobre el caso que llevaban juntos, y echó una bronca de cuidado a Paco Garrido por pegarle una bofetada a un menor en la puerta de una discoteca. Por último, separó del montón de expedientes el de la niña asesinada, extrajo un considerable número de fotos y las repartió por la mesa como si se dispusiera a jugar una partida al mus. Nadie se reía, ya nadie hizo chistes mientras fueron pasando de mano en mano y de la Mata comentaba los pormenores del suceso, solicitando opiniones para analizarlas en equipo. Cuando todos, a excepción de Juanito, expusieron sus conclusiones, el comisario encendió un cigarrillo.
Para Octavio de la Mata era un misterio cómo se las había arreglado Juanito para estudiar la diplomatura, completar su formación policial y aprobar las oposiciones. No es que el chaval fuera tonto, pero todos sabían que era callado, algo distraído y un poco lento a la hora de entender las cosas, o al menos esa era la impresión que daba. Era un tipo tranquilo, con la tensión baja, que prefería escuchar a hablar y observar a ser observado, porque la humedad y el calor le dejaban tirado. Allí estaba con su perilla ridícula, sus vaqueros raídos y los auriculares del mp3 sobresaliendo del bolsillo de la camisa, tocándose una y otra vez la funda de cuero bajo el sobaco. En esos momentos, la atención de Juanito se encontraba repartida entre los desconchones de las paredes, el calendario con el escudo del Cuerpo, el tablón de incidencias y las volutas de humo de los cigarrillos, porque habían decidido por mayoría, con el consentimiento de de la Mata, que en la Sala del Grupo se podría fumar a pesar de la prohibición. Estaba siguiendo mentalmente el estribillo de Breaking the law, el tema de Judas Priest que iba escuchando al entrar en la Comisaría. Cuando comprobó que la mirada del comisario estaba clavada en él, tuvo un sobresalto que le hizo removerse en su asiento.
—Tú eres de Lo Pagán, ¿no?
—No, señor. Vivo en San Javier.
—En tu domicilio pone calle del Doctor Fleming número 11, Lo Pagán.
—Porque antes de ingresar en la Academia, vivía allí con mis padres.
—Pues te ha tocado, Juanito —y le tendió la carpeta con el montón de fotos, el atestado de la Guardia Civil y una copia del acta de la inspección ocular.
—¿Por dónde empiezo, comisario? —preguntó algo azorado. A pesar de su juventud, no le hacía gracia que le llamara Juanito; de haberse atrevido le habría dicho que su nombre era Juan y su apellido Proaza. Inspector Proaza sonaba muchísimo mejor.
—Éste es tu caso. Así que revisa los apuntes y llévalo como te dé la gana —hizo una pausa, mientras atravesaba al inspector con la mirada—. Eso sí, me gustaría que este asunto estuviera zanjado lo antes posible.
Dicho esto, se levantó sin más ceremonias y abandonó la sala seguido por el resto de los agentes. Antes de salir, Utrero le dio un codazo a Garrido y ambos sonrieron con un gesto contenido de complicidad; Marín y Barba captaron el significado, aunque Juanito no se enteró. Estaba encogido en su asiento, mirando el expediente como si éste fuera a saltar sobre él de un momento a otro.
Cuando leyó el acta de inspección ocular empezó a dar vueltas por el despacho, inquieto, pensando que no iba a ser capaz de cumplir su cometido. Justo en ese momento de inseguridad ante su primer caso, la pregunta de por qué se había hecho policía se formó en su mente. Pero más que una pregunta recriminatoria era un desahogo, porque Juanito lo sabía más allá de toda duda. Podría decirse que era una de las pocas cosas de las que estaba totalmente seguro. No había sido motivado por ideales de justicia o sentido del deber, ni por un impulso altruista. Se había hecho policía por su afición a los libros y las películas policíacas. Dicho así podía parecer una tontería, y Juanito se guardaba de hacer confidencias sobre el tema a otras personas. Sospechaba que la mayoría de la gente no elegía su profesión sino que tropezaba con ella a lo largo de su vida. Los que la elegían, los que decidían su destino, era muy probable que se encontraran influenciados por una película, un libro, la opinión de un amigo o la manera de desenvolverse de un personaje carismático. ¿Cuántos paleontólogos descubrieron su vocación a través de Parque Jurásico? ¿Cuántos arqueólogos se iniciaron después de ver En busca del arca perdida? ¿Cuántos astronautas y astrónomos tienen como libros de cabecera 2001: Una odisea del espacio y rinden secreto culto a la saga cinematográfica de Alien?
Juanito eligió su profesión después de ver El silencio de los corderos y cuando tres años más tarde proyectaron Seven en el cine Brasilia de Lo Pagán, ya estaba convencido de que sería policía. La admiración que sentía por la perseverante Clarice y el impulsivo Mills, acabaron por hipotecar su futuro. Verlos tan concentrados, él que no conseguía concentrarse, admirar su dedicación, él que no sabía a qué dedicar su tiempo aparte de releer una tras otra las novelas de Ed McBain, con el machacón sonido de Metallica golpeándole el cerebro. Le gustaba la lógica del detective, le gustaban Carella, Carvalho y Marlowe, le gustaban la serenidad de Somerset y el aplomo de fray Guillermo de Baskerville. Lo que Juanito ignoraba, era que la decisión de hacerse policía germinó el día que, al regresar del colegio, encontró sobre la mesa de la cocina su tirachinas hecho pedazos. Tenía diez años. El padre debió mirar la cara de su hijo en ese momento, no de sorpresa sino de extrañeza, antes de arrearle una bofetada sin añadir explicación alguna. Ese momento jamás lo olvidará: la cortina de lunares flotando, el olor de las empanadillas recién hechas, su madre con los labios pintados y una expresión de lejanía que la hacía inalcanzable y borrosa debido a las lágrimas. Tuvo que vivir con el enigma toda la tarde y dormir con él, los ojos hinchados de tanto llorar sin comprender, porque nadie le dijo nada. Se enteró al día siguiente, por la vecina que le había acusado de romper el cristal del cuarto de baño de esa ridícula ventana que no le permitió ver al que había lanzado la piedra, una piedra que nunca apareció. A esa mujer se le ocurrió que podía ser Juanito, puesto que le había visto jugando con el tirachinas la tarde anterior, causa y efecto, de manera que esa injusticia infantil que padeció fue el primer caso sin resolver al que tuvo que enfrentarse. Dos días después, se enteró de que el Guille lo había roto desde su casa de un perdigonazo. Nada cambió, porque sus padres no le creyeron. El tirachinas se encontraba roto, la bofetada ya estaba dada y el castigo había sido justo, porque los chicos suelen hacer esas cosas y los padres siempre tienen razón. No se hable más. Así fue el asunto y así quedó grabado en su mente, y los ojos de Juanito se volvían de cristal cuando miraba a su padre y nunca más derramó una lágrima desde aquel día. Cuando cinco años después cayó en sus manos Otoño de terror, quedó fascinado y enganchado para siempre al género policiaco.
Ahora que tenía un caso de verdad, un auténtico caso de asesinato, estaba asustado porque no sabía cómo hacerle frente y, mucho menos, debatir sobre el asunto ante el comisario y todos los inspectores. Tal vez debería haberse conformado con un trabajo rutinario, desechando sus fantasías. Pero ahora ya no podía volver atrás. No podía elegir y lo sabía. Si no lo hacía bien, al día siguiente tendría que soportar las risitas de Garrido y las burlas solapadas de sus compañeros.
Se plantó ante la mesa donde tenía desparramadas las fotos, como había visto hacer tantas veces a los detectives de las películas. La imagen de esa chica partida en dos, como una muñeca abandonada, daba vueltas y más vueltas en su cabeza, sin acabar de encajar con esa cara simplona que el supuesto asesino llevaba con orgullo. ¿Cómo se llamaba? Juanito leyó bajo la foto: Pablo Villacorta. Lo llevas bien, Pablo, dieciséis años y ya eres un presunto descuartizador fichado por la poli. Era como un engranaje mal ajustado al que hubieran engrasado con tierra en lugar de aceite. No sabía por dónde comenzar. Estaba a punto de ponerse más nervioso de lo que ya estaba, cuando irrumpió la inspectora Marín luciendo una sonrisa impecable. Le hubiera gustado tener su experiencia para saber lo que habría hecho ella o, por lo menos, tener el valor de preguntarle, sin parecer un pardillo, cómo creía que debía encarar el caso y por dónde tenía que empezar.
—Oye, Proaza —le dijo— ¿Te importaría dejarme en la Asamblea Regional? Te pilla más o menos de paso.
—¿De paso hacia dónde?
—Supongo que irás a ver al forense, ¿no? Es que tengo el coche en el taller.
—Ah, claro. ¡Por supuesto! —dijo recogiendo la chaqueta del perchero.
Abandonó la Comisaría contento, con el expediente bajo el brazo, y al llegar al pequeño aparcamiento situado a la derecha del edificio casi podría decirse que se encontraba eufórico, sin terminar de creerse lo sencillo que resultó salir del punto muerto en el que se había encontrado. Arriba, en el despacho, quedaron la tensión y las dudas, disipadas por la milagrosa irrupción de Marín. Subió a su Opel Corsa seguido por la inspectora, que no paraba de hablar de la suerte que tenía por haberle tocado un caso tan sencillo: un primer caso ideal, según afirmó.
Al pasar junto al Polideportivo, Juanito no pudo evitar sonreír. Fue allí donde conoció a Aurora Marín un año antes, durante un curso de aikido que impartió el maestro Nobuyoshi Tamura a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de la Región. Un fin de semana de entrenamiento intenso, en el que la inspectora dejó su impronta en la memoria de todos los participantes, que pudieron comprobar, debido a un suceso en el que se vio envuelta, que la efectividad del aikido no depende de la fuerza bruta o la envergadura del uke. A pesar de que llevaba unos meses practicándolo, fue allí donde descubrió la elegancia de este arte marcial, del que se enamoró por completo y no ha podido dejar de practicar.
Fue un sábado por la mañana, cuando el entonces aspirante a inspector tuvo la ocasión de entrenar con ella, de aprender y afinar su técnica gracias a la paciencia con que trataba a sus compañeros de dojo. Era bajita, rápida y precisa como un felino, te llevaba donde quería y, al contrario que otros, respetaba a los principiantes, cuidándolos en todo momento y procurando no estamparlos contra el tatami. A la hora de comer decidieron ir a una terraza ubicada en el puerto, junto al submarino de Isaac Peral. Sentados al aire libre, en el paseo marítimo jalonado de palmeras, Juanito no paró de preguntarle compulsivamente, porque cuando vio esa película de Steven Seagal. Sí, hombre, ¿cómo se llamaba?
—Mujer, —le corrigió ella. Sonrisa de Marín, dientes muy blancos y ojos verdes—. Por encima de la ley.
—Esa. Hasta el momento de ver a Tamura, pensaba que se trataba de trucos y exageraciones propias del cine.
—Esto es entrenamiento puro y duro —afirmó Marín—. El Sensei lo ha practicado durante toda su vida, y su maestro fue Morihei Ueshiba, el fundador.
—Todo un privilegio, supongo.
—Más bien una pesadilla, según sus propias palabras.
—¿Cuánto tiempo llevas tú?
Marín puso cara de hacer cálculos y respondió:
—Unos catorce años.
—¡Joder!
Como vio que el dato le impresionaba, añadió:
—Pero no te desanimes, Tamura dice que sho significa inicio. Se comience en lo que se comience, el inicio siempre es lo más importante.
—Menos mal, eso me tranquiliza.
Echaron unas risas, ¿Tienes novia? No exactamente. Comieron la paella de marisco, especialidad de la casa, mientras ella le miraba con curiosidad, como si intentara descubrir algo detrás de su timidez, de esos ojos abiertos de par en par, inocentes, confiados. Y se contaron sus vidas y milagros, bajo una sombrilla beige, rodeados de turistas, de camisas blancas de marineritos y de balanceantes arboladuras mecidas por la brisa y la marea.
A las cinco de la tarde se reanudó el entrenamiento. La inspectora salió de los vestuarios con cara de mala leche, cosa que desconcertó a Juanito. Empezaron con proyecciones, en las que Marín intentaba provocar el mínimo dolor durante la inmovilización. Entonces, de repente, la inspectora le aconsejó que era conveniente cambiar de uke, para aprovechar el curso y comprobar con otros la efectividad de lo aprendido. Juanito eligió a un pelirrojo que parecía estar a medio cocer y pasó con él la siguiente hora.
Estaba ejecutando un kotegaeshi, técnica que utiliza la luxación controlada de la muñeca para neutralizar un ataque con cuchillo, cuando se escuchó un alarido descomunal.
Se hizo el silencio.
A una voz de Tamura todos adoptaron la postura de seiza, de rodillas y sentados sobre los talones. Juanito vio entonces a un gigantón tirado en el suelo agarrándose el antebrazo derecho con la mano izquierda y la muñeca torcida en un ángulo que revolvía el estómago solo de verlo. Junto a él, Aurora Marín en seiza, de espaldas, en actitud de respeto, diminuta al lado del gigante. Un par de voluntarios lo llevaron al hospital y el entrenamiento se reanudó. Un accidente, pensó Juanito. Las lesiones en las artes marciales son algo que hay que asumir. Siguieron practicando, aunque todos la evitaban como la peste, porque a un 2º Dan se le presupone un elevado control y eso no debería, no tendría que haberle pasado a ella. Cuando terminó la clase, la estuvo buscando, pero no la encontró, como dice la canción de Radio Futura, y a la mañana siguiente no apareció.
No volvió a verla hasta un año después, cuando a Juanito le destinaron a la Comisaría de Cartagena. Sólo entonces se enteró de lo que sucedió realmente esa tarde.
¬—¿Por qué sonríes? —preguntó la inspectora cuando ya habían dejado atrás el Polideportivo y las emociones de los recuerdos se fueron diluyendo.
—Por nada. Sencillamente estoy contento.
Su primer día de servicio estuvo repleto de inseguridades, nervios contenidos y medias sonrisas. Una comisaría guarda muchas similitudes con un ambulatorio, sobre todo si tenemos en cuenta que Juanito tenía todos los síntomas de haber pillado un resfriado. Afortunadamente, allí estaba ella, alguien que se mereció una sonrisa completa, la doctora de mentirijillas que lo arropó y atenuó sus temblores. Después de las presentaciones de rigor, y en vista de que compartían algo así como un pasado, de la Mata le concedió el honor de mostrarle al novato los entresijos de la Comisaría.
Recorrieron pasillos, dependencias, despachos, subieron y bajaron escaleras, apretones de manos y palmadas condescendientes, bromas, anécdotas, vitrinas con copas, arropadas por suntuosos banderines y elegantes diplomas, visitas a la galería de tiro y a los calabozos. Cuando llegaron a la cafetería, se sentaron a la mesa para saborear un café y rellenar lagunas temporales.
—¿Dónde hiciste las prácticas? —preguntó Marín.
—En la Comisaría de Yecla. ¿Y a tí, dónde te tocó?
—Aquí en Cartagena.
—Y ya te quedaste, ¿no?
—Pude elegir, porque fui de las primeras de mi promoción.
—Oye, Aurora, ¿qué fue lo que sucedió en el curso de aikido? Te lo pregunto, porque siempre que paso por el Polideportivo no puedo evitar recordar la escena.
—Yo tampoco he olvidado al gilipollas ese.
—¿El de la UIP?
—¿Cómo lo sabes?
—Tenía tatuado en el antebrazo el león rampante de la Unidad de Intervención Policial.
—Eres observador.
—No tiene mérito. Le quedó la mano colgando, justo encima del tatuaje. Parecía que estuviera señalándolo.
Marín asintió.
—¿Sigues entrenando?
—Voy a un gimnasio en San Pedro del Pinatar.
—¿Es bueno el profe?
—No está mal, aunque no tiene tu nivel.
—Eres muy amable.
—Es la verdad.
Marín encajó los halagos ladeando la cabeza y arqueando las cejas. Ella entrenaba en el Fudôshin, a seis manzanas de la comisaría.
—Bueno, qué, ¿me lo vas a contar?
Marín arrugó la nariz, hizo un movimiento con la cabeza, dando a entender que se lo estaba pensando, porque hay sucesos a los que resulta difícil ponerles un comienzo, hay hechos que se pierden en la noche de los tiempos, que germinan mucho antes de que uno tenga conciencia de lo que va a suceder.
—¿Te fijaste en que las paredes de los vestuarios no llegaban al techo?
—Sí.
—A ese tío le gustaba tirarse el rollo. Mientras me cambiaba escuché como se jactaba a gritos de su actuación en la manifestación de 2010, esa en la que tiraron huevos contra el edificio de la Asamblea Regional. Estaba la mar de orgulloso de cómo zurraron y patearon, a los antisistema, como él los llamaba.
—Los antidisturbios suelen cargar cuando reciben órdenes. ¿No es lo que se espera de ellos?
—Seguramente. Pero hay muchas posibles maneras de hacer la misma cosa —la inspectora tenía los labios apretados y la mirada encendida—. Lo que me jodió es la sobrada chulería con la que contó cómo le había pisado las gafas, intencionadamente, a un manifestante, antes de levantarlo del suelo con una sola mano, el muy machote.
—¿Por eso saliste mosqueada de los vestuarios?
—Más o menos.
—Y por eso estabas algo distante cuando entrenábamos. Le estuviste buscando, ¿verdad?
—Tenía que estar segura, porque no le había visto la cara, y no quería equivocarme. Cuando le reconocí por la voz fui hacia él, le saludé, valoró mi envergadura, me sonrió con cierta indulgencia y empezamos a entrenar. El tipo era muy brusco y su técnica dejaba mucho que desear, utilizaba la fuerza e intentaba estrellarme constantemente cuando hacía de tori, pero yo amortiguaba la caída y recuperaba casi instantáneamente la posición de equilibrio. Por más que lo intentaba no lo conseguía, y eso terminó agotándolo. Estábamos haciendo tanto dori y la técnica para neutralizar el arma era kotegaeshi.
—Lo recuerdo.
—Manejaba el tanto como si me lo quisiera clavar el muy cabrón, pero era tan torpe que me entró la risa, cosa que le enfureció. Resoplando, hizo la trampa que nunca se debe hacer: modificar la trayectoria del ataque cuando el uke ya lo ha esquivado. Le agarré la manaza, efectué un giro de ciento ochenta grados hacia fuera, le dejé pasar, giré de nuevo hacia dentro y le apunté con su propia arma a los ojos. Se asustó, perdió el equilibrio, fue incapaz de saltar por encima de la presa y se partió la muñeca. Qué pena.
—¿No te pasaste un pelín?
—¿Te parece que me pasé? Hay vídeos de la carga policial colgados en YouTube, por si quieres verlos.
—Bueno, Aurora, no me gustaría llevarte la contraria precisamente ahora.
Ambos rieron de buena gana.
—Me molestan las injusticias, los abusos y las arbitrariedades —le confesó Marín—. Me molestó que pudiera salir impune de la falta que cometió, porque esa acción merecía, por lo menos, un parte. Y me molestó que le rieran las gracias, que los policías que había allí se callaran la boca. Además, ese tipo de actuaciones degrada la imagen que la gente tiene de nosotros.
A Juanito le dio la impresión de que había algo más. Uno no anda por ahí rompiendo muñecas en plan justiciero por unas cuantas hostias y unas gafas rotas. Después supo que el padre de Aurora había participado en la manifestación del 23 de diciembre de 2010, en Cartagena, que le habían zurrado de lo lindo y le habían detenido.
Al llegar a la sede de la Asamblea Regional, situada en el Paseo de Alfonso XIII, Marín se apeó y Juanito se quedó observando el edificio Braquehais, mientras la inspectora se perdía en su interior. Siempre le había parecido una maravilla, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera. Un edificio bajito de estilo gaudiano soportado por columnas, casi vivo, que abandonaba la línea de las fachadas y se introducía entre la gente.
No era momento para ponerse cursi. Había que centrarse en el trabajo, así que Juanito puso el CD de Judas Priest y enfiló hacia el Palacio de Justicia, un edificio verde y blanco, situado en el número 21 de la calle Ángel Bruma, donde se encontraba el Instituto de Medicina Legal.
3. Lo dicen los muertos
La Sala de Autopsias nº 1 estaba situada en el sótano del edificio. Aunque había un ascensor, Juanito prefirió bajar por las escaleras, saboreando el frescor y el extraño olor que emanaba de la semipenunbra hacia donde se dirigía, acompañado por el reverberar de sus propios pasos. Una vez abajo, tuvo que recorrer un largo y angustioso pasillo, donde un solitario sofá de skay y un extintor se enfrentaban a las paredes tachonadas de antiguas láminas de anatomía, que mostraban las secciones, misterios y miserias del cuerpo humano. Después de bajar cuatro escalones y cruzar una puerta batiente se encontró en el interior de la Sala de Tallado y el Laboratorio de Patología.
Sorprendió al doctor Luzón hablando solo, o eso le pareció a Juanito, que no reparó en el micrófono suspendido sobre la mesa de autopsias. Con el otoscopio en una mano el forense le examinaba los oídos, creando la impresión de que el dictamen se lo estaba comunicando directamente a la víctima. Levantó la cabeza para observar al policía, pero volvió rápidamente a su tarea, como si estuviera a punto de perderse algo.
Juanito contempló el cuerpo lívido de Susana Montón tendido sobre la mesa de acero inoxidable, con la cabeza colocada en su sitio como la última pieza de un rompecabezas. El color azulado de la cianosis estaba más acusado en lo que quedaba de los labios, en las mejillas y en las uñas. La etiqueta de identificación colgaba del dedo pulgar del pie izquierdo. La ropa, todavía húmeda, se encontraba en el interior de una bolsa de papel, junto a otra de plástico transparente que contenía los escasos efectos personales de la niña: un tique del cine Acapulco, tres euros, ochenta céntimos y un billete de diez, una pulsera trenzada hecha con hilos de colores, un reloj digital marca Casio, un anillo de plata, una llave, dos pendientes de aro, un kleenex usado, la boquilla de un spray de pintura roja, una barra de cacao, el envoltorio de un chicle y dos cintas elásticas para sujetar el pelo. Sobre un estante, bajo multitud de frascos con residuos orgánicos, se hallaba la ropa del supuesto asesino dentro de una bolsa de plástico con un número, utilizado para preservar su identidad cuando pasara al laboratorio biológico para su posterior análisis. En los bolsillos del pantalón encontraron siete euros, dieciséis céntimos y un billete de diez, el DNI, cuatro boquillas y una bola de spray, un bolígrafo, un teléfono móvil, unas llaves, un paquete de Fortuna con seis cigarrillos, un encendedor negro, un libro de papelillos y una piedra de hachís que pesaba ocho gramos.
—¿Es usted el inspector encargado del caso? —sin darle tiempo a responder, continuó hablando—. Acaban de traerla de rayos y me disponía en este momento a practicarle la autopsia. ¿Quiere acompañarme?
—¿Puedo?
—Eso depende de su estómago —respondió colocándose la mascarilla y las gafas protectoras.
De los oídos pasó a las cavidades nasales y, después de levantarle los párpados, le inspeccionó el repliegue bucal. El forense examinó todo el cuerpo, muy despacio, haciendo recuento de cicatrices, lunares y otras marcas identificativas. Con la lámpara de Wood identificó una luminiscencia blanco amarillenta que denominó fluorescencia espermática, enmarcando con rotulador la zona donde fue visualizada; después raspó y recogió la muestra que introdujo en una bolsita de plástico transparente con cierre hermético, en cuya etiqueta escribió el número de identificación para el Laboratorio de Analítica Forense y el Instituto Nacional de Toxicología de Madrid. Se detuvo a observar las manos minuciosamente, prestando especial atención a las uñas que recortó y colocó junto a las otras muestras, ya que podían contener escamas de la piel del agresor. Unas incisiones muy precisas que aparecían en la parte interna de sus muñecas las denominó ante morten, al igual que dos heridas profundas y simétricas ubicadas en la espalda a la altura de los omoplatos.
—¿Ve usted? —introdujo el dedo índice en una de las heridas—. Los cortes penetran desde los omoplatos en un ángulo muy ajustado, y fueron producidos con un instrumento afilado de hoja curva.
Entonces Luzón reparó en una diminuta pluma insertada en la herida que fue a hacer compañía al resto de las muestras.
—¿Una pluma de gaviota? —preguntó Juanito, y en la ansiedad de su voz casi había una afirmación.
—Ya veremos —respondió sin inmutarse el forense—. La analítica nos sacará de dudas.
Cuando Juanito le vio seleccionar un escalpelo de la bandeja para trazar la línea de incisión primaria, se echó hacia atrás instintivamente, golpeándose el codo con la puerta de la cámara frigorífica. Los cortes que hizo sobre la caja torácica y el cuello hicieron que un sudor frío le recorriera la espina dorsal. Pero no contempló lo que pretendía hacer con unas monstruosas tijeras sobre el esternón porque cerró los ojos. Luzón sonreía satisfecho. Cuando separó las costillas con el retractor, los órganos quedaron al descubierto, con sus brillantes y vívidos colores; un líquido seroso de color rosado serpenteó por la mesa hasta el desagüe. Comprobó el peso del corazón y los pulmones en una báscula y recogió sangre con una jeringuilla. Después, tomó muestras líquidas de todos los órganos para su posterior análisis.
Hay que reconocer que Juanito aguantó heroicamente todo el proceso, a pesar de que estuvo a punto de escaparse a vomitar cuando el forense, con movimientos rápidos y precisos le desprendió toda la cara, quedando al descubierto el pálido rostro de la muerte. Por último, utilizando una sierra eléctrica, hizo un corte en la parte superior del cráneo para examinar el cerebro por si había algún tipo de lesión.
Después de quitarse la mascarilla y los guantes de látex, dictaminó ante el micrófono, a la espera del resultado de los análisis toxicológicos de sangre, orina y bilis, que: «Susana Montón Tena, de 13 años de edad, había sido violada, muriendo como consecuencia de las heridas producidas por objeto u objetos punzantes, a la altura de ambos omoplatos, que le perforaron los pulmones. Gonzalo Luzón Alonso, patólogo forense del Instituto de Medicina Legal de Cartagena, 13 horas, 45 minutos del día 28 de junio de 2012».
A Juanito le sorprendió la precisión y limpieza del forense. Era un hombre ordenado que trabajaba con pulcritud, satisfecho con lo que hacía. Parecía que se reía por dentro de cosas que sólo los forenses y los muertos entendían. Le llamó la atención, y así se lo dijo, que después de efectuar tantos cortes y extraer numerosos órganos, apenas se hubiera manchado la bata blanca.
—La limpieza es importante —el forense espantó una imaginaria mosca—. ¿Sabía usted que el exceso de sangre puede encubrir pruebas evidentes y llevarnos a un diagnóstico equivocado?
Como Juanito no lo sabía negó con la cabeza, pensando que era estupendo ese razonamiento, sencillo y fácil de entender.
Mientras Luzón comprobaba el libro de entradas, Óscar Piédrola, el ayudante del forense, sin mediar una palabra, se puso a la tarea de anotar el contenido de las bolsitas herméticas que su jefe había depositado en el contenedor de recogida de pruebas. La continuidad de la prueba era esencial, para poder efectuar el seguimiento y preservar la integridad de la muestra.
—Si nos saltamos el procedimiento, las pruebas se invalidan y ya no sirven —dijo Piédrola, sin que nadie le preguntara, al observar que intentaba leer lo que estaba escribiendo.
—Interesante —respondió Juanito para no desanimarle.
La mirada del forense se clavó en la cabeza afeitada de su ayudante, levantó una ceja para desanclarla y se detuvo ante el cuerpo de una mujer a la que su marido había maltratado por última vez. La simetría del rostro se había desbaratado: un ojo abierto y otro cerrado, la nariz desplazada hacia la izquierda, la mandíbula colgando, la hinchazón de la lengua escondida tras una batería de dientes rotos; aquí y allá, numerosos moretones y arañazos, como si el maquillaje para la fiesta de la muerte se hubiera aplicado apresuradamente. Después de memorizar la estrategia a seguir, le dijo que la preparara para la autopsia, antes de coser el cadáver de Susana.
Luzón echó un vistazo al reloj de la sala y apareció como por arte de magia en sus manos una suave gamuza, con la que limpió a conciencia los cristales de sus gafas, echándoles el aliento.
—Y bien, inspector, ¿cómo dijo que se llamaba?
El forense llevó a Juanito a la máquina que había en el pasillo, junto a los ascensores, para invitarle a un café, pues había en este caso algunos puntos oscuros que no acababa de entender.
—No sé lo que pensará usted —Luzón removía el azúcar, como si la cucharilla de plástico fuera el objeto más interesante del mundo—, pero este cadáver no para de enviarme mensajes contradictorios.
—¿A qué se refiere?
—Creo que aún es pronto para ir sacando conclusiones, pero le prometo que usted va a ser el primero en recibir una copia del informe preliminar.
Como vio que al inspector le decepcionaba la respuesta, añadió:
—Verá, esto es a título confidencial —el forense entrecerró los ojos, mirando hacia la puerta de la Sala de Autopsias, como si pudiera haber alguien espiándolos—. No me cuadra que el chaval, borracho como una cuba, cargara con la chica muerta hasta las Salinas, después de abusar de ella, para regresar a la playa y tumbarse a dormir la mona.
—Tal vez fueron juntos hasta allí, tuvieron una relación sexual y la mató a continuación por algún motivo.
—No hay señales de forcejeo, ni se han encontrado indicios de que le cortaran el cuello en ese lugar, y créame si le digo que cortar una cabeza deja restos. ¿Ha interrogado ya al detenido?
—Iré a hablar con él cuando acabe con usted.
—¿Piensa acabar conmigo? —dijo el forense poniendo cara de sorprendido, y el inspector soltó una carcajada—. Sin embargo, lo que más me ha desconcertado es no encontrar el teléfono móvil de Susana entre sus pertenencias.
—¿Una chica de trece años que sale de marcha sin su móvil?
—Exacto. Es algo insólito, en los tiempos que corren.
Antes de marcharse, al inspector se le ocurrió una última pregunta.
—¿Por qué cree usted que le cortaron la cabeza después de matarla?
—Una buena pregunta, sí señor —dijo el forense—. A mí también me gustaría conocer la respuesta. Sherlock Holmes solía decir que una vez eliminadas todas las explicaciones imposibles lo que queda es la verdad, por improbable que pueda parecer.
El forense tiró en la papelera el vaso vacío, le dio una palmada en la espalda a Juanito, empujándole ligeramente hacia la salida, y se despidió de él.
Mientras subía las escaleras en dirección al coche, todavía llevaba en la nariz el olor a descomposición. El policía no dejaba de pensar en Luzón, un hombre cálido, de fuerte personalidad y un excelente sentido del espectáculo. Decididamente le gustaba ese hombre. ¿Qué motivos le habrían inducido a elegir la medicina legal, abandonando otros campos de más reconocimiento y más lucrativos? Si se acordaba, tendría que preguntárselo algún día.
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