"Y donde prospera la enfermedad,
se desencadenan los infortunios".
J.R.R. Tolkien
1. Un paso adelante
Salvador no sabía que estaba a punto de morir.
Tenía el sobre en una mano, pero no conseguía enfocar las letras. Si era lo que temía el plazo ya debía haber expirado. Llevaba demasiado tiempo demorándolo, pensando sobre ello, con la mala noticia guardada en el bolsillo para que Andrea no pudiera verla y evitarle la conmoción hasta el último momento. Aunque ya suponía lo que iba a hallar dentro, para poder confirmarlo iba a tener que levantarse, encontrar las gafas de cerca y volver a sentarse.
Demasiado esfuerzo.
Le dio un trago a la cerveza, que ni siquiera estaba fresca. Encendió un cigarrillo. ¿Qué podía hacer? Pues alargar al máximo el momento de incertidumbre mientras la nicotina le corría por la sangre, porque una vez que el conocimiento nos ilumina ya no hay vuelta atrás, según dijo el padre Anselmo en la última misa.
Qué cansado estaba. ¿Es que no iba a terminar nunca esta pesadilla? Pensó en echarse sobre la cama y dormir, olvidarse de todo y esconder la cabeza bajo la almohada, pero sabía que tampoco podía hacer eso. Qué difícil resultaba tomar decisiones cuando no quedaban alternativas. Por fin se animó a levantarse, después de haber llegado a un acuerdo mental en el que se estipulaba que antes de buscar las gafas y enfrentarse al destino bebería una cerveza bien fría.
Aún no sabía que sería la última.
Se levantó del sofá con esfuerzo, impulsándose con ambas manos, como si el cuerpo le pesara una tonelada; caminó lentamente hasta la cocina, sin ganas, arrastrando los pies, abrió el frigorífico y sacó una cerveza helada. La abrió y dio un largo trago.
Al darse la vuelta vio las gafas. Estaban en la encimera, junto al desayuno ya frío. Se las puso, volvió al sofá y se sentó.
Un nuevo trago.
Sentía que algo le acechaba con la intención de destruirle. Su cuerpo lo percibía, pero ya había peleado hasta que se quedó sin fuerzas y le embargaba la certeza de que no podía escapar a su destino, de manera que permaneció inmóvil aguardando el mazazo. Por fin, sacó el sobre del bolsillo, arrugado y maltrecho, lo desdobló y lo puso boca abajo para no ver el remitente; lo rasgó por el lado más estrecho, con la navajita que tenía en el llavero, introdujo un dedo y extrajo una hoja de papel plegada que observó de reojo. Antes de atreverse a encararla aún le dio un trago a la cerveza y un par de caladas al cigarrillo, que estrujó en el cenicero con energía, un pequeño gesto de afirmación para infundirse valor. Sólo entonces se enfrentó al documento con los ojos cerrados. Poco a poco los fue abriendo, tomándose su tiempo, hasta que consiguió enfocarlos y descubrió lo que ya sospechaba: una notificación de desahucio. Un documento con la letra muy pequeña y dos aparatosas firmas destruyéndole la vida. No se sorprendió porque ya lo esperaba, aunque experimentó un bajón que le dejó en estado de shock durante unos segundos eternos.
Volvió a cerrar los ojos. Los oídos le zumbaban. Cuando consiguió recuperarse empezó a leer la resolución judicial, pero le pareció tan absurdo el formalismo utilizado para convencerle de que debía abandonar su propia casa voluntariamente, que se cagó en la puta madre de quien había redactado esa farsa. Nada personal, parecía dar a entender el mensaje. Llevaba sin pagar la hipoteca unos pocos meses porque estaba en el paro. ¿Acaso era culpa suya? Él quería trabajar, pero nadie le contrataba. Su mujer limpiaba casas y fregaba escaleras mañana y tarde, aunque con eso apenas tenían para comer y afrontar gastos. Arrugó el documento y lo tiró al suelo. Estrelló la lata de cerveza contra la pared, gruñendo como un animal, un desahogo rotundo y vano que no solucionaba nada. Entonces cayó en la cuenta de que no estaba solo y sintió vergüenza. Cuando vio cómo le miraba su hijo, se le empañaron los ojos.
—Ven aquí, campeón.
Sin saber a qué atenerse, el pequeño se sentó sobre sus rodillas, asustado. El padre le abrazó.
—¿Hoy no vamos al parque? —preguntó el chaval.
Salvador encendió otro cigarrillo, mientras pensaba la respuesta.
—No, quizá más tarde.
—¿Por qué?
Sonó el timbre del interfono. «Rrrrrrr…»
Ambos se sobresaltaron. Se levantó bruscamente, dejó al niño sobre un cojín y le dijo:
—Dani, quédate ahí y no te muevas. ¿Vale?
—Vale —respondió Daniel.
—¿Me lo prometes?
—¡Que sííí…!
Le revolvió el pelo con la mano y le besó en la frente.
Entró en su habitación y se dirigió hacia la ventana, se colocó detrás de los visillos y entonces los vio. El furgón del juzgado, dos patrullas de la Policía Local, un cerrajero y un grupo de curiosos que querían enterarse de lo que pasaba. También podía ver la fachada del banco, el que le estaba robando su casa. Los empleados no se cortaban, mirando sin disimulo; algo más discreto, el director de la sucursal acechaba desde detrás de la persiana veneciana de su despacho; cuando se dio cuenta de que se movían los visillos de la ventana del 7º C, soltó la lámina y se apartó bruscamente.
El timbre sonó de nuevo. «Rrrrrrr…»
—Papá, están llamando al porterillo.
Dio una calada al cigarro y expulsó el humo con rabia.
—Ya lo sé, hijo. Sigue sentado y no hagas nada.
—Pero…
—Escucha, Daniel, cuando yo te diga te levantas, abres la puerta y te vas a casa de la vecina.
—¿A casa de Ana?
—Sí. Pero no le des al botón del porterillo, ¿de acuerdo?
—Vaaale…
Fue a la mesilla, cogió la foto de Andrea, la miró y la abrazó. Se la hicieron la misma noche que se conocieron, hace nueve años, en el fotomatón del centro comercial Mandarache: «Por si no volvemos a vernos…», le dijo él, que quería tener esa cara en su cartera, para poder mirarla siempre que quisiera y soñar que ella le miraba también. Después, cuando resultó que siguieron viéndose, hizo que le ampliaran una de las instantáneas para enmarcarla y colocarla en su habitación. «Esta es mi novia», les dijo a sus padres. «Ya era hora…», le respondió su padre. Su madre no dijo nada, pero movió la cabeza.
El timbre volvió a sonar. «Rrrrrrrrrr…» «Rrrrrrrrrr…» «Rrrrrrrrrr…»
Le dio dos caladas seguidas, y una tercera…
—Te quiero, hijo.
—Yo también, papá. ¿Puedo irme ya?
—No. Cuenta hasta veinte y entonces te vas. ¿Sabes contar hasta veinte, ¿verdad?
—Síííí…
—Pues empieza.
Dejó sobre la cama la foto de su mujer. Cogió el móvil y contempló durante unos segundos la fotografía de una mujer de pelo rubio. Besó la pantalla, cerró los ojos y la envió a la papelera de reciclaje. Escuchó cómo se levantaba su hijo del sillón, sus diminutos pasos resonaron en la tarima flotante, dirigiéndose hacia la puerta. «Tendrá que ponerse de puntillas para abrir el cerrojo», pensó, porque aún no alcanzaba, y se le volvieron a empañar los ojos. Había llegado el momento.
Empezó a moverse despacio, luchando consigo mismo, intentando dominar a su parte animal, la que le decía que no, que de ninguna manera, que se estaba equivocando, que eso no estaba escrito en los genes y que la decisión que acababa de tomar no era la más conveniente. Todas las células de su cuerpo gritaban intentando detenerle. Y funcionó, porque no podía moverse. «¡Joder…!» Tenía el cuerpo bloqueado por la tensión y los tíos del Juzgado ya debían de estar impacientándose. Encendió la radio, en parte para recuperar el movimiento, pero sobre todo para que Daniel no oyera lo que no debía oír. La música que sonaba le produjo una curiosa sensación de calma, de distanciamiento interior. Consiguió relajarse siguiendo la voz juguetona de la cantante, que de pronto aceleró, obligando a la flauta y a la guitarra a aumentar el ritmo para poder alcanzarla, hasta que la intensidad de la música decreció, reemplazada por la voz de un locutor acelerado que empezó a describir la trayectoria artística del grupo. Ahora ya podía moverse. Algo dentro de él había dejado de resistirse y se sintió tan ligero que los movimientos le salieron fluidos, armoniosos, precisos. Empezó a caminar con decisión, como si le estuvieran esperando en algún sitio. Sabía que ya no había marcha atrás, su cuerpo iba solo y él no podía detenerlo. Ni quería hacerlo.
Aspiró una última calada para darse valor y abrió la ventana. Abajo se había congregado un grupo discreto de gente solidaria, increpando a la autoridad que había desviado el tráfico, cortando el acceso a la calle en previsión de disturbios; vio camisetas de STOP Desahucios y alguna pancarta del PAH. Sonrió agradecido. Ya era demasiado tarde para él, pero le conmovió el gesto. Un cámara de 7 TV enfocaba la ventana, mientras la reportera de la Televisión Autonómica de Murcia retransmitía la noticia en directo. Vio que la comitiva judicial aún no había entrado. El cerrajero manipulaba sus herramientas junto a la puerta. Antes de ablandarse demasiado y perder determinación, giró la cabeza buscando la persiana del director de la sucursal, la que se movía, y le atravesó con la mirada, tomándose su tiempo, para que no quedara ninguna duda de a quién estaba acusando.
Entonces, saltó al vacío…
…Sin cerrar los ojos, porque su plan requería precisión. «Tengo miedo», pensó, antes de estrellarse justo donde quería, a los pies de la comisión.
Su sangre les salpicó a la vista de todos.
El cámara de 7 TV inmortalizó el momento.
La prensa nacional se hizo eco del suceso, porque les encanta la sangre. El secretario salió movido en la foto, la mano en la mejilla, como si algo le hubiera golpeado en la cara; el resto de la comitiva, junto al portal, con la respiración contenida y la misma expresión, parecía que estuviera contemplando cada uno su propia muerte. Tardarían en olvidar esa visión turbadora. Ese momento se repetiría cada noche en la soledad de sus sueños.
Esa fue la pequeña venganza de Salvador.
2. Caso cerrado
El lunes por la mañana, el inspector Juanito Proaza se dirigía a la comisaría por la AP-7. Todo parecía irle bien. Había resuelto dos casos en un tiempo récord, no hubo percances en su primera redada y sus acertadas observaciones ayudaron a esclarecer un tercer caso, que resultó ser algo muy diferente a lo que parecía en un principio. Profesionalmente hablando, le iba de maravilla. Además, el domingo puso el móvil en modo avión y pasó el día entero con Virginia en la playa de la Perdiguera, una de las islas volcánicas del Mar Menor.
El recuerdo le dibujó una sonrisa, y la emoción recuperada le hizo viajar en el tiempo.
Tomaban el aperitivo, atentos el uno del otro.
Sobre la mesa del chiringuito, la sombra tamizada del cañizo protegía del sol la cafeína rebajada en hielo de él y el alcohol con gaseosa de ella. Virginia empuñaba el palillo de una banderilla que se había zampado de un solo bocado, sin parar de hablar del cuento que estaba dibujando. Juanito escuchaba. Había ido viendo el proceso de creación de los escenarios y personajes que Virginia se sacaba de la cabeza y estaba impresionado. «¿Cómo has hecho eso?», preguntaba él. «Así», le mostraba ella, de una manera que parecía que era fácil. Y el misterio de cómo una idea se transforma en acción para terminar convertida en un dibujo que provoca emociones que generan nuevas ideas, empezó a dejar de serlo cuando Juanito fue testigo de todos los pasos. Aún así la seguía mirando embelesado, porque le gustaba ver cómo organizaba su trabajo, la pulcritud con que renombraba y ordenaba sus modelos y el cuidado casi maniático con que elegía sus texturas y materiales. Era como una diosa en su mundo, con personajes a los que daba vida, porque una vez que los veías ya no podías olvidarlos. Todos eran únicos. Creaba belleza de la nada por pura necesidad, porque brotaba dentro de sí misma sin que pudiera hacer nada por evitarlo y tenía que compartirla con los demás. Y vivir de ello, si era posible. Por eso tenía que terminar cuanto antes su cuento, para empezar con otro proyecto e ilusionarse de nuevo. Cómo le gustaba ver ese entusiasmo contenido, ese brillo artístico en sus ojos que la hacía única.
—El siguiente cuento va a tratar sobre una niña sordomuda con una sensibilidad especial para los colores, que con paciencia de hormiguita va llenando de color todo lo que le rodea, hasta que consigue transformar la ciudad donde vive en algo más bonito.
Virginia era de esas personas que prefieren las cosas tal y como deberían ser en lugar de como son.
—Es una historia alegre, ¿no? —le preguntó entusiasmada.
—Sí, pero ¿por qué una niña sordomuda?
—Porque al no poder comunicarse de otra manera lo hace a través de sus pinceles. Es fácil de entender.
—Pero da mucha pena.
—¿Es que no hay niñas sordomudas en el mundo?
—Sí, pero…
—Pues entonces tienen derecho a ser protagonistas de un cuento, ¿no te parece? Se va a titular «Hue», como el comando de saturación de Photoshop. El título es bueno. ¿A que sí?
—Muy adecuado, pero a lo mejor los niños no lo entienden.
—¿Y qué más da si a mí me gusta?
Como solía argumentar de manera sencilla y tajante él se dejaba convencer con facilidad y seguía escuchando.
—¿Estás bien, Juanito?
—Contigo sí. —Cerró los ojos, deseando que el resto de su vida fuera siempre igual, junto a ella, sin responsabilidades legales—. Pero siento un hormigueo en el estómago cuando pienso que mañana pueden darme un nuevo caso.
—¿Por lo del matadero?
—No se me va de la cabeza.
—Dale tiempo y verás cómo lo nuevo que te pasa va desplazando lo anterior.
—Claro, pero hoy es hoy y no cualquier otro día.
—«Todo llega, mi señor, solo hay que aprender a tolerar bien la espera» —recitó Virginia, impostando la voz.
—¿De dónde has sacado eso?
—De Hiken, el libro que estoy leyendo. —Sabía cuál iba a ser la respuesta, pero a pesar de todo le dijo—: También puedes pedir la baja.
—Creo que me sentiría peor sin hacer nada. Necesito moverme, quemar esta ansiedad.
—¿Por qué no vas al médico y escuchas lo que tenga que decirte?
Juanito ya había tenido suficientes malas experiencias con médicos durante sus dos primeros casos, y no quería ni oír hablar de ellos. Prefería seguir adelante y enfrentarse a lo que viniera, que resultó no ser lo que esperaba, como en las otras ocasiones.
En la sala del Grupo de Homicidios de la comisaría de Cartagena, el ambiente estaba un poco más denso que en otras ocasiones. Les pesaba como una losa la muerte en acto de servicio del subinspector Andreu Baró, y les recordaba que, igualmente, podría haber sido cualquiera de ellos. Hasta el ventilador se encontraba desconectado, apoyando y sumándose a la apatía general. Juanito repetía mentalmente un tema de Aerosmith que no se le iba de la cabeza, mientras miraba la mesa con creciente aprensión.
Había un nuevo caso.
Algo sencillo, había dicho el comisario: determinar que el suicidio de Salvador Sánchez Abellán, un varón de 35 años, domiciliado en Cartagena, casado con Andrea Clarés García de 32, con un hijo de 6 llamado Daniel, era un suicidio y no un homicidio. Aunque un suicidio sea un homicidio contra uno mismo. Las fotos le mostraban boca abajo sobre la acera, la cabeza había impactado contra el bordillo y estaba rodeada por un charco de sangre en forma de corona sembrado de dientes, el cuello girado, la mandíbula desencajada con la lengua haciéndoles burla y los ojos desorbitados mirando al vacío; la camisa de cuadros había reventado por la presión, un zapato se encontraba a dos metros del cuerpo, sobre el capó de un coche aparcado, y la pierna derecha la tenía a la altura de la cabeza, con la rodilla encima del hombro; el resto de los miembros también estaban descoyuntados, en posturas que los vecinos del barrio tardarían mucho tiempo en olvidar. El caso Picasso, podría llamarse. Hasta a Garrido se le borró la sonrisa mientras contemplaba el cuerpo desmadejado del suicida.
Cuando De la Mata escuchó los comentarios y respondió a las preguntas habituales, cubrió las fotografías con la carpeta del expediente y preguntó a Adolfo y a Marcelino si avanzaban con lo suyo, si lo cerraban o qué coño pasaba.
—Seguimos revisando documentos, jefe, pero son muchos y ahora estamos afinando más. Denos tiempo y verá como la pillamos.
—Ya lleváis dos semanas con eso. Acabadlo en ésta. Tenéis cinco días —les soltó como un ultimátum. Giro de cabeza en dirección a la inspectora—. Marín, ¿con qué estás ahora?
—Con el informe del caso del torero. Proaza me ha entregado una copia del suyo y quiero leerlo antes de elaborar el mío, para evitar errores.
—Cuando lo termines se lo entregas a Rosa y les echas una mano a Barba y Utrero, a ver si cerramos el dichoso caso de la funeraria de una puta vez. ¿Qué estáis revisando vosotros?
—Propiedades, ingresos, movimientos de cuentas, correos, mensajes… —recitó Marcelino Barba, una cabeza por encima del comisario.
—Dadle las facturas y los bancos a Marín.
—¿Tú qué haces, Garrido? —El comisario le miró desde arriba, porque era más alto.
—Tengo que leer el informe de Juanito, después el de Marín y, por último, redactar el mío. Para evitar errores, como dicen por ahí.
—¿Y tú, Juanito?
—Ya hice el mío —le tendió una copia a De la Mata que este valoró al peso antes de meterlo en su expediente—. Ahora mismo no tengo nada pendiente.
—¿Y crees que estás en condiciones?
—Sí, señor.
—Pues coge el expediente del suicida y ciérralo esta misma tarde. ¿De acuerdo? Es puro trámite administrativo. —Cómo le gustaba al comisario decir eso—. Servirá para distraerte: habla con la mujer y los vecinos, que te cuenten todo lo que sepan y me haces mañana un resumen, sin demasiados detalles —dijo sopesando la carpeta del caso que acababa de resolver, el más gordo de todos por sus informes cargados de matices y descripciones innecesarias, según De la Mata. Entonces hizo uno de esos gestos que solía hacer cuando quería resultar gracioso y añadió—. Espero que no lo compliques y termine siendo un caso de asesinos en serie o cualquier otra cosa.
Se rieron, porque todos los casos que había tocado Proaza habían empezado pareciendo una cosa que después resultó ser otra mucho más enrevesada y espantosa, aunque de eso él no tuviera la culpa.
—Intentaré que sólo sea un suicidio, comisario.
Nuevas risas y el ambiente se volvió más ligero, menos cargado de presentimientos funestos.
Hasta el ventilador se puso en marcha.
Satisfecho, Octavio de la Mata abandonó la sala. Aunque aún no había conseguido hablar con los familiares del policía asesinado, su ánimo había mejorado. Le pidió a Rosa un café muy cargado, antes de encerrarse en su despacho, encender un cigarrillo y volver a intentarlo de nuevo.
Esta vez, alguien descolgó el teléfono. Era Natalia, la novia del subinspector Baró. El comisario se presentó y le comunicó la noticia.
Marín y Garrido, cada uno en su escritorio, empezaron a leer el informe de Proaza para poder elaborar los suyos, ella concentrada en los detalles y él descojonándose del estilo con el que redactaba el novato. Marcelino Barba se puso a revisar e-mails sin demasiadas ganas. Adolfo Utrero recopilaba las facturas y los movimientos bancarios de la sospechosa a la que no conseguían cazar, para entregárselos a Marín.
Juanito Proaza miró las fotos de su nuevo caso, el tercero. Leyó el atestado de la Policía Local y la Diligencia de Lanzamiento que había quedado en suspenso, rematada con la temblorosa firma del secretario judicial que lo presenció en directo. Como en ese momento no le apetecía ir a preguntar a los vecinos y tampoco tenía cuerpo para hablar con la viuda, lo guardó todo en la carpeta marrón, metió la pistola en la funda que llevaba bajo el pantalón y trabó la placa al cinturón; después, la cubrió con la camiseta de Guns N´ Roses que Virginia le había comprado el domingo por la noche en una caseta de la feria de Lo Pagán.
Iría a ver al forense, porque un suicidio es un homicidio hasta que no se demuestre lo contrario, según sus propias palabras.
Fue caminando, buscando la sombra de los árboles, porque el día había empezado a calentar. Al pasar junto al quiosco de prensa de la plaza, le llamó la atención la cubierta de la última novela de Don Winslow y la compró. Había terminado el libro que le regaló Álvaro Laíz, el presidente del Lolita Club, y no tenía nada nuevo para leer. Repasó la reseña dos veces y fue hojeando el libro mientras caminaba, saboreando anticipadamente las emociones que siempre esperaba cuando leía a ese autor. Así, casi sin darse cuenta, se encontró ante las puertas del Instituto de Medicina Legal, con un libro en una mano y un expediente enrollado en la otra. Guardó la novela en el bolsillo trasero del pantalón y entró al edificio.
Tras bajar la escalera que conducía al sótano, encontró a Luzón saboreando un café junto a la máquina que había en el pasillo.
—Cuánto tiempo sin verle, inspector.
—Nos vimos el lunes pasado. ¿Tanto me echaba de menos?
—Ya sabe que sí. ¿Ha olvidado que me debe un café?
—No tenía ni idea.
—Sí que la tiene pero no lo recuerda. Haga memoria y sitúese en la madrugada de un sábado, cuando le llamé para ponerle al corriente de la autopsia de Boada.
—Cómo olvidarla.
—Pues, mientras se lo contaba, quiso invitarme a un café telefónicamente, por cortesía supongo, y como no pudo ser por lo avanzado de la hora y porque usted estaba en un sitio y yo en otro, le sugerí que me diera al día siguiente los cincuenta céntimos.
—Ah, ya entiendo. Lo que quiere es sacarme la pasta.
—No interpreta correctamente las cosas. Lo que yo intento hacer es liberarle de la carga de algo que ha quedado pendiente en su vida. —Luzón puso la mano con la palma hacia arriba, Juanito le tendió una moneda y el forense la metió en la ranura de la máquina—. Le invito a un café, Proaza.
—Es usted muy generoso.
—Todo el mundo me lo dice. —Cuando la máquina terminó de escupir el preciado líquido, recogió el vaso de plástico de la bandeja y se lo ofreció al inspector—. Y, además, atento. Me educaron bien. Pero no hablemos de mí, porque usted quiere saber cosas sobre el supuesto suicidio, ¿verdad?
—¿Supuesto? ¿Está diciendo que le empujaron?
—Eso es exactamente lo que pasó.
—Pero, si no recuerdo mal, cuando entraron los policías en la vivienda no había nadie más. —Le dio un sorbo al café, rememorando lo que había leído en el atestado, para comprobar que no se estaba equivocando—. No insinuará que fue el crío, porque estaba con la vecina.
—Yo no insinúo nada, pero hay muchas maneras de empujar a una persona. A veces, son tantas las manos que le empujan como la gente que le rodea.
—Ah, ya, sus metáforas —Proaza respiró aliviado.
—Si prefiere verlo así.
—No le comprendo.
—Pues olvídelo. ¿Quiere ver el cadáver?
—¿Es necesario?
—Es conveniente. —Como vio que echaba a andar con el vaso de café en la mano le dijo—. Tire eso a la papelera, ande, y no me contamine el lugar de trabajo.
La sala de autopsias estaba vacía, porque esa mañana Óscar Piédrola, el ayudante del forense, había tenido que ir a la Facultad de Veterinaria a presentar su tesis. Si todo le iba bien pensaba montar una clínica en una zona pija de Cartagena. Por fin dejaría este trabajo asqueroso lavando y cosiendo cadáveres, y perdería de vista a Luzón, que no hacía otra cosa que cachondearse de él.
Eso era lo que le estaba contando el forense cuando se detuvieron ante una camilla ocupada, cubierta por una sábana verde que echó a un lado casi con delicadeza. El inspector vio que Salvador Sánchez Abellán era un hombre delgado y fibroso, con la cara machacada, pero ordenada; el resto del cuerpo estaba igual de bien colocado. Luzón intentaba con su arte que el reconocimiento de los familiares fuera lo menos traumático para ellos.
—Era un hombre sin perspectivas de futuro —dijo dando un revés al aire—. No quiso pasar por la vergüenza de dormir en la calle con su familia y se quitó la vida antes de que eso pasara. Con suerte, la atención mediática que recibirá su viuda y su hijo les proporcionará un lugar dónde vivir, a lo mejor un piso embargado a otra pobre familia.
—Han dejado en suspenso la demanda.
—¿Lo ve?
—¿El qué?
—Que el muerto se ha salido con la suya.
—Pero antes dijo que le empujaron. ¿Lo recuerda?
—Claro que lo recuerdo: le empujaron los que le estaban obligando a abandonar su propia casa, pero también contribuyeron indirectamente las personas a las que creyó haber defraudado. Incluso su propio nombre pudo darle el impulso necesario. Se llamaba Salvador y, eso quizás, tuvo algo que ver con la decisión que tomó.
—¿Piensa incluir esos disparates en su informe?
—¿Está seguro de que son disparates? Porque puede que otras personas lo vean como yo.
—¿Y…?
—La gente que hace este tipo de cosas por amor suele crear unos vínculos muy fuertes con las personas por las que decide sacrificarse.
—El forense mareaba una mano cuando hablaba, mientras la otra descansaba en el bolsillo de la bata esperando su turno—. Eso, amigo mío, genera un montón de intensas emociones que ahora mismo estarán revueltas. ¿Se consumirán lentamente en su propio fuego o provocarán terribles consecuencias de las que se arrepentirán el resto de sus desdichadas vidas?
—¿Usted que cree?
—Que la verdad puede ser aterradora.
—Muchas gracias, Luzón, seguro que eso me ayudará a esclarecer los hechos.
—Piense lo que quiera, inspector, porque todo lo que le he dicho es tan solo una evaluación inicial. Puede ser que en el próximo capítulo de este drama encontremos respuestas.
Proaza abandonó la sala de autopsias desconcertado, como casi siempre que hablaba con Luzón, con sospechas y preguntas en la cabeza que antes no tenía. El forense le había sugerido que estuviera atento a los familiares y amigos del suicida por si escondían intenciones. ¿Intenciones de qué?
Tal vez la viuda le sacara de dudas.
En lugar de volver a la comisaría a recoger el coche, decidió ir andando hojeando su libro, porque la calle no quedaba lejos. Cuando llegó al edificio del que saltó Salvador Sánchez, pasó bajo la cinta perimetral y observó la acera húmeda, que ya había sido lavada por los funcionarios de limpiezas. Le llamó la atención el revoloteo de una mosca sobre un destello delator. Surgía de una pequeña grieta del asfalto, junto al bordillo: se trataba de un diente, que introdujo en una bolsa de pruebas después de que la mosca se largara zumbando. Proaza sacó el móvil para ver la noticia en el periódico digital La Opinión de Murcia y vio la foto. El secretario se encontraba en el mismo lugar donde había encontrado el diente, con la mano en la mejilla y expresión de dolor, tal vez debido al impacto. Después se lo entregaría al forense. Como no había nada más que ver se dirigió al portal y pulsó el botón del 7º C en el interfono. Una mujer preguntó, Proaza se identificó y Andrea Clarés García le permitió el acceso con un sonido de chicharra metálica. El ascensor estaba repleto de mensajes: «Te quiero, churri», «¿Kes lo ke pasa Tomasa?», «La madre de Daniel es una puta», arañazos y lapos intencionados en el aluminio y en los cristales, como si el ascensor sirviera de catarsis a esa parte rabiosa y oscura que todos llevamos dentro.
La mujer que le abrió la puerta tenía tal presencia que enturbió momentáneamente la concentración de Juanito, porque su cuerpo irradiaba una intensidad y una armonía sobrenatural que anulaba el pensamiento. Andrea Clarés miraba al policía con sus ojos azules, esperando que arrancara; el inspector intentó hablar, pero no lo logró a la primera.
—¿Sí? —preguntó la mujer.
—¿Puedo hacerle unas preguntas? —consiguió articular.
—Claro. Pase usted.
La casa olía a limpio, a friegasuelos de pino y lejía, a lunes por la mañana soleado, a café recién hecho y a tostadas con mantequilla y mermelada, como si fuera un día más y allí no hubiera pasado nada. Si la mujer supiera que el policía tenía un diente de su marido en una bolsa de plástico dentro del bolsillo, ¿se rompería la ilusión o seguiría manteniendo el tipo? El niño estaba en el salón, viendo una película de dibujos con los puñitos apretados, porque Gru se había vuelto a meter en problemas.
Se sentaron en la terraza, en sillas de plástico en torno a una mesa plegable, y le ofreció una bebida que Proaza rechazó educadamente; después se arrepintió, porque a pesar de que el toldo estaba echado, hacía demasiado calor. Andrea tenía unas manos bonitas y fuertes de mujer trabajadora y las movía con rapidez y eficacia, acostumbrada a limpiar y a mover todo tipo de objetos; vestía de forma sencilla, con un delantal muy colorido protegiendo el vestido. «Mi marido tenía un corazón que no le cabía en el pecho, —le dijo al inspector—, y supo mantener sus intenciones ocultas hasta el último momento», dijo, como si estuviera hablando de alguien que había muerto veinte años atrás. Lo que ella quiso dar a entender era que lo había hecho para evitarles preocupaciones a su mujer y a su hijo. Le sacó los papeles del banco, le enseñó la cartilla y la escritura de la hipoteca. La mujer estuvo a punto de venirse abajo al responder algunas de las preguntas que le hizo el policía, pero el mensaje que quería transmitir a su hijo era que su madre todavía estaba ahí, que era más fuerte que nadie y que cuidaría de él a toda costa, porque la vida seguía y el niño necesitaba crecer en un ambiente emocionalmente estable y seguro. Aunque en esos momentos Daniel miraba la tele, ella no podía derrumbarse y arriesgarse a ser descubierta. Tenía que proteger a su pequeño de la realidad, tenía que apartarle del dolor. Representaba tan bien su papel, que Juanito empezó a preguntarse qué estaba haciendo allí haciéndole perder el tiempo a esa mujer. Ella le miró y sonrió tiernamente. Ya lloraría en silencio más tarde, a solas en su habitación, parecían decir sus ojos.
—¿De verdad que no quiere tomar nada? También tengo cerveza…
Dijo de nuevo que no y cuando vio la jarra de zumo de naranja con cubitos de hielo, volvió a arrepentirse. Con la boca seca por el calor, mirando como las gotas resbalaban por la superficie del vaso, siguió haciendo preguntas:
—¿Tenía hermanos?
—Era hijo único.
—¿Amigos?
—Sus amigos de parranda quedaron atrás cuando nos casamos. Nuestras amistades son las del colegio de Daniel: los padres de sus compañeros —sonrió, recordando momentos y caras.
—¿Y no tenía su marido amigos íntimos?
—No.
—¿Tenían problemas de convivencia?
—Supongo que como todos los matrimonios.
—Cómo se llevaba con sus padres.
—Se toleraban, pero dejaron de hablarse en diciembre, cuando murió su madre.
—¿Ya lo sabe el padre?
—Claro que lo sabe. Yo misma se lo he contado por teléfono hace un momento.
—¿Y cómo reaccionó?
—Con su mala sombra habitual. —Ahí frunció el ceño y apretó los labios—. Recordándome que ya nos advirtió que no íbamos a poder pagar la hipoteca.
—¿Dónde piensa vivir cuando ejecuten el desahucio?
Respondió con la voz tomada:
—Tendré que pedirle a Julián que cuide del niño mientras estoy en el trabajo. Seguro que se ablanda y nos permite vivir en su casa hasta que encuentre algo. Es su nieto y, aunque se haga el duro, sé que le adora.
—¿Tiene su dirección actual?
—Claro… ¿Piensa ir a verle?
Andrea no entendía el tipo de preguntas que le estaba haciendo el inspector, a no ser que se tratara de alguna táctica de lavado de imagen que hubiera puesto en marcha el Cuerpo Nacional de Policía, preguntando por temas familiares por pura cortesía para parecer más cercanos y humanos. Estaba confundida, porque el joven parecía sincero, pero le dio la dirección y el teléfono del padre de su difunto marido sin demasiadas ganas. Proaza vio cómo la pena empezaba a ensombrecerle la cara, o tal vez el cansancio, mientras lanzaba miradas furtivas hacia el salón. El inspector miró el reloj, cerró su bloc de notas, se incorporó, le dijo que lo sentía mucho y se marchó, pensando que debería haberle pedido un vaso de agua. Tampoco se lo pidió a los vecinos, que le contaron algunos chismes sobre Salvador y Andrea. Cuando estuvo de nuevo en la calle lo primero que hizo fue entrar en un bar y pedir un café con hielo. Se lo bebió de un solo trago y pidió otro.
A unas pocas calles del domicilio de Andrea vivía Julián Sánchez, su suegro. Era un hombre tozudo y recio que parecía más estúpido de lo que era, con rencores y prejuicios enquistados hablando por él. A pesar de que vivía rodeado de cruces y estampitas de santos, daba la impresión de que extraía su energía del odio contenido. Salvador era un pelele, decía, un hombre débil al que esa zorra manipulaba a su antojo, como él siempre había dicho, porque la fue calando poco a poco. ¿Que cómo le manipulaba? Pues sacándole el dinero a él a través de su hijo, que tuvo que humillarse y pedir, porque la señora quería comprar un piso en una torre para tener buena vista y no disponían del dinero de la entrada.
—Supe que lo había perdido cuando dejó de escucharme.
—¿Por eso dejó de hablarle, porque no estaba de acuerdo con usted?
—No es sólo eso, no crea. Esa mujer me daba miedo, si he de serle sincero. No me avergüenza reconocer que no pude con ella, pero yo la vigilaba cuando estaba desprevenida y las cosas que vi no me gustaron ni un pelo: hacía gestos ante el espejo y hablaba sola. Sé lo que me digo. Primero arruinó a su propio padre, al que metió en un psiquiátrico, lo que provocó la muerte de su esposa, y ahora ha matado a mi hijo después de arruinarme a mí. No creo que me quite de en medio, porque no sacaría nada con ello.
—¿Qué me está contando?
—Lo que ha oído.
El inspector lo había oído, claro que sí, pero le pareció que el hombre desbarraba e imaginaba cosas. Siguió con sus preguntas, pendiente del manojo de pelos que asomaban por su nariz, moviéndose al compás de la respiración.
—¿No sabrá usted, por casualidad, la dirección de la residencia dónde se encuentra el padre de Andrea?
—Ni lo sé ni me interesa.
—Dice que Andrea le sacaba a usted el dinero.
—Sólo me queda la pensión, inspector, pero sé administrarme. Afortunadamente tengo mi piso pagado, gracias a Dios, y un testamento donde pone claramente que, cuando yo muera, lo heredará todo mi nieto y no esa bruja —Manuel se rascó el cogote—. ¿Sabe qué…? Intentó que la hipoteca recayera sobre mi vivienda, en lugar de en su flamante piso que era lo normal, porque decía que mi nombre y mi nómina le ofrecerían más garantías a los del banco. Hablé con ellos y me dijeron que eso no era cierto, que la garantía del piso que habían comprado era suficiente y que lo de la hipoteca a mi nombre lo había sugerido ella. Desde entonces he estado con la mosca detrás de la oreja, vigilando sin que se diera cuenta a esa mujer araña que tenía atontado a mi hijo. Es una comedianta, no sé si me entiende. Yo antes lo aguantaba todo para no contrariar a mi mujer, pero cuando mi Julia falleció ya no me quedaron ganas de escuchar más bobadas; los mandé a hacer puñetas el día que vinieron a pedirme más dinero.
—¿Estamos hablando de Andrea Clarés? —A Juanito le costaba creer que se estuviera refiriendo a la madre atenta y protectora que él había visto hacía poco más de una hora.
—¡Que sí, cojones, la hija de puta de mi nuera! —entonces bajó la voz, y le apremió a acercarse, como si fuera a hacerle partícipe de una revelación—. Créame, inspector, no hay arma de destrucción masiva más poderosa en el mundo que una cara bonita y un coño con ambiciones. —Levantó las cejas y dijo—: Acuérdese de Troya.
—Pero…
—¿Es que no ha visto la película?
Pasó la tarde en comisaría, sin hablar con nadie, dándole vueltas a la idea de que la viuda pudiera ser una manipuladora diabólica, una mujer capaz de utilizar múltiples personalidades para conseguir sus fines, pero terminó desechándola, porque era algo demasiado volátil, un rumor multiplicado por el número de veces que los vecinos lo habían repetido sin un fundamento sólido que lo respaldara. Sólo cotilleos, de momento. Averiguó el paradero del padre de Andrea, que estaba ingresado en la Residencia Algameca, al suroeste de Cartagena. Iría a verlo por la mañana, a primera hora, con energías renovadas.
El resto del tiempo lo pasó aislado en su nube con los auriculares puestos, limpiando la pistola desparramada sobre la mesa y montándola de nuevo pieza a pieza, después de frotarlas con un trapo empapado en aceite, tarareando mentalmente «Bad Things», el tema machacón de L7. Disfrutó con el ejercicio, y cuando terminó de engrasar las balas e introducirlas en el cargador, se tomó un breve descanso para leer un nuevo capítulo de la novela.
Aunque no había cerrado el caso, como quería De la Mata, decidió que había hecho suficiente por un día. Apagó el ordenador, se despidió de sus compañeros y se pasó por el Instituto de Medicina Legal para entregarle al forense el diente que había encontrado en el suelo.
Después fue al gimnasio, a su clase de aikido en San Pedro del Pinatar.
Aurora Marín entrenaba en el Fudôshin de Cartagena, cerca de la comisaría; no podía permitirse faltar porque se estaba preparando para 3º Dan y quería bordar el examen. Tras el calentamiento, cuando efectuaba el giro de esquiva de un ataque, se le enganchó el dedo meñique del pie izquierdo en la hakama de su compañero y se rompió el dedo, que quedó en un ángulo de noventa grados respecto a la dirección del pie. La clase se detuvo. Todos mirando con aprensión el dedo de Marín, que tenía la cara blanca y había quedado conmocionada. Su maestro dijo: «Esto no es nada». Fue al botiquín y regresó con una tira de esparadrapo. A la vista de todos colocó el dedo de nuevo en su sitio y lo inmovilizó sujetándolo al dedo contiguo: «Hale, quejica, a seguir entrenando». La inspectora continuó haciendo técnicas, como si no hubiera pasado nada. Al terminar la clase, tuvo que hacer un simulacro de examen de quince minutos que aguantó sin problemas. Después de ducharse, ella misma condujo hasta el hospital. El auxiliar de Urgencias le ofreció una silla de ruedas, pero Marín dijo que no era necesario y entró en la enfermería caminando, sin apenas cojear.
—No es preciso tocarlo —dijo el enfermero mirando la radiografía. El esparadrapo estaba perfecto y el dedo bien colocado—. ¿De verdad que no le duele…? —preguntó extrañado.
Cuando salió del hospital, Aurora llamó a su Sergio y le contó el incidente con todo detalle. Le dijo que no hacía falta que fuera a recogerla, pero subió el tono dramático para que le hiciera mimitos cuando llegara a casa.
La rutina diaria del afeitado le tranquilizaba, siempre que la ejecutase en el orden correcto y con la música adecuada: primero la patilla derecha, que le servía de modelo para la izquierda, antes de meterse con el bigote y la perilla. Lo que no hacía nunca era empezar sin haber puesto el tapón al jabón y haberlo guardado en el armarito, alineado junto a la brocha. Cuando guardaba la maquinilla, echaba cubitos de hielo en el lavabo y se refrescaba la cara con abundante agua fría hasta que no sentía la piel. Después de limpiarse los dientes y cumplir con su ritual se miró en el espejo. La ansiedad y las tensiones que había acumulado durante el día habían desaparecido.
Se fue a la cama.
Virginia dejó el libro. Se miraron. Sonrieron. Ella le hizo cosquillas. Entre caricias y arrumacos a cámara lenta debido a la infusión y al cansancio, Juanito se quedó dormido sin darse cuenta.
Soñó que se encontraba en un plató de televisión, desnudo, debatiendo con una mujer que tenía un micrófono implantado en la boca y le acusaba de algo apuntándole con sus afiladas uñas, unas uñas rojas que parecían a punto de arrancarle la piel. El volumen de su voz era muy superior al suyo y cuando intentaba responder, ella elevaba el tono y le hacía una nueva pregunta que también quedaba sin respuesta. Como no acertaba ninguna, los aplausos del público eran siempre para la mujer de las uñas afiladas. Se sintió frustrado y rabioso, porque deseaba con todas sus fuerzas meterle un zapato en la boca y sus manos de chicle no le respondían. La mujer alteró el timbre de voz señalando algo detrás de él, algo que no deseaba ver, a pesar de que su cabeza empezó a moverse sin su permiso hasta completar el giro. Cuando se detuvo, sintió el crujido de las vértebras y un dolor intenso.
Cerró los ojos, pero seguía viendo aquello que no quería ver.
El cuerpo del subinspector Baró colgaba de una cadena cortado en canal, junto a cuatro cerdos que se desangraban como a él. La sangre del suelo los reflejaba, las sombras de los muros repetían sus movimientos convulsos, el eco devolvía amplificados los gemidos de su dolorosa agonía. Andreu Baró no miraba a la mujer sino a él. Con su boca partida en dos dijo: «Debí haberte esperado», y sonó dos veces al mismo tiempo, una por cada lado de la cara. Proaza despertó con los labios morados de tanto apretar, intentando contener la respiración acelerada, los temblores y el castañeteo descontrolado de los dientes.
Se levantó y fue al baño a lavarse la cara.
A veinticuatro kilómetros de allí, una mujer airada recorría una amplia estancia de pasillo en pasillo, abriendo y cerrando puertas, comprobando una vez más que todo estuviera listo. Al pasar junto a la habitación de la vieja le dijo que se callara de una puta vez, que no había tenido tiempo de comprar los ambientadores: «¡Tú misma te lo buscaste, por cotilla!». Se tapó los oídos con las palmas de las manos y se dirigió alterada a su cuarto; como continuaba escuchándola dentro de su cabeza, le propinó una patada a la puerta que se cerró con estruendo. El portazo fue tremendo, el estrépito que provocó retumbó de muro en muro y se extendió por toda la casa.
Escuchó.
Solo se oía el eco y un ligero zumbido.
La vieja se había callado y el silencio la confortó.
Miró la fotografía de Salvador, una instantánea en la que salían abrazados los dos. La hizo un turista al que le pidieron el favor. Se querían y eran felices. Dios, como se querían. Cogió las fotocopias que le había dado el segurata y observó las firmas, los garabatos del poder que destruyeron su vida. Sin esos garabatos nada habría sucedido. Debajo, los nombres y los cargos a quienes correspondían.
Miró la foto de nuevo.
Una lágrima impactó sobre la firma de Simona Larceas, la procuradora del banco.