# Vol. III: Marilyn desencadenada




"Y donde prospera la enfermedad,
se desencadenan los infortunios".

               J.R.R. Tolkien







1. Un paso adelante

Salvador no sabía que estaba a punto de morir.

Tenía el sobre en una mano, pero no conseguía enfocar las letras. Si era lo que temía el plazo ya debía haber expirado. Llevaba demasiado tiempo demorándolo, pensando sobre ello, con la mala noticia guardada en el bolsillo para que Andrea no pudiera verla y evitarle la conmoción hasta el último momento. Aunque ya suponía lo que iba a hallar dentro, para poder confirmarlo iba a tener que levantarse, encontrar las gafas de cerca y volver a sentarse.

Demasiado esfuerzo.

Le dio un trago a la cerveza, que ni siquiera estaba fresca. Encendió un cigarrillo. ¿Qué podía hacer? Pues alargar al máximo el momento de incertidumbre mientras la nicotina le corría por la sangre, porque una vez que el conocimiento nos ilumina ya no hay vuelta atrás, según dijo el padre Anselmo en la última misa.

Qué cansado estaba. ¿Es que no iba a terminar nunca esta pesadilla? Pensó en echarse sobre la cama y dormir, olvidarse de todo y esconder la cabeza bajo la almohada, pero sabía que tampoco podía hacer eso. Qué difícil resultaba tomar decisiones cuando no quedaban alternativas. Por fin se animó a levantarse, después de haber llegado a un acuerdo mental en el que se estipulaba que antes de buscar las gafas y enfrentarse al destino bebería una cerveza bien fría.

Aún no sabía que sería la última.

Se levantó del sofá con esfuerzo, impulsándose con ambas manos, como si el cuerpo le pesara una tonelada; caminó lentamente hasta la cocina, sin ganas, arrastrando los pies, abrió el frigorífico y sacó una cerveza helada. La abrió y dio un largo trago.

Al darse la vuelta vio las gafas. Estaban en la encimera, junto al desayuno ya frío. Se las puso, volvió al sofá y se sentó.

Un nuevo trago.

Sentía que algo le acechaba con la intención de destruirle. Su cuerpo lo percibía, pero ya había peleado hasta que se quedó sin fuerzas y le embargaba la certeza de que no podía escapar a su destino, de manera que permaneció inmóvil aguardando el mazazo. Por fin, sacó el sobre del bolsillo, arrugado y maltrecho, lo desdobló y lo puso boca abajo para no ver el remitente; lo rasgó por el lado más estrecho, con la navajita que tenía en el llavero, introdujo un dedo y extrajo una hoja de papel plegada que observó de reojo. Antes de atreverse a encararla aún le dio un trago a la cerveza y un par de caladas al cigarrillo, que estrujó en el cenicero con energía, un pequeño gesto de afirmación para infundirse valor. Sólo entonces se enfrentó al documento con los ojos cerrados. Poco a poco los fue abriendo, tomándose su tiempo, hasta que consiguió enfocarlos y descubrió lo que ya sospechaba: una notificación de desahucio. Un documento con la letra muy pequeña y dos aparatosas firmas destruyéndole la vida. No se sorprendió porque ya lo esperaba, aunque experimentó un bajón que le dejó en estado de shock durante unos segundos eternos.

Volvió a cerrar los ojos. Los oídos le zumbaban. Cuando consiguió recuperarse empezó a leer la resolución judicial, pero le pareció tan absurdo el formalismo utilizado para convencerle de que debía abandonar su propia casa voluntariamente, que se cagó en la puta madre de quien había redactado esa farsa. Nada personal, parecía dar a entender el mensaje. Llevaba sin pagar la hipoteca unos pocos meses porque estaba en el paro. ¿Acaso era culpa suya? Él quería trabajar, pero nadie le contrataba. Su mujer limpiaba casas y fregaba escaleras mañana y tarde, aunque con eso apenas tenían para comer y afrontar gastos. Arrugó el documento y lo tiró al suelo. Estrelló la lata de cerveza contra la pared, gruñendo como un animal, un desahogo rotundo y vano que no solucionaba nada. Entonces cayó en la cuenta de que no estaba solo y sintió vergüenza. Cuando vio cómo le miraba su hijo, se le empañaron los ojos.

—Ven aquí, campeón.

Sin saber a qué atenerse, el pequeño se sentó sobre sus rodillas, asustado. El padre le abrazó.

—¿Hoy no vamos al parque? —preguntó el chaval.

Salvador encendió otro cigarrillo, mientras pensaba la respuesta.

—No, quizá más tarde.

—¿Por qué?

Sonó el timbre del interfono. «Rrrrrrr…»

Ambos se sobresaltaron. Se levantó bruscamente, dejó al niño sobre un cojín y le dijo:

—Dani, quédate ahí y no te muevas. ¿Vale?

—Vale —respondió Daniel.

—¿Me lo prometes?

—¡Que sííí…!

Le revolvió el pelo con la mano y le besó en la frente.

Entró en su habitación y se dirigió hacia la ventana, se colocó detrás de los visillos y entonces los vio. El furgón del juzgado, dos patrullas de la Policía Local, un cerrajero y un grupo de curiosos que querían enterarse de lo que pasaba. También podía ver la fachada del banco, el que le estaba robando su casa. Los empleados no se cortaban, mirando sin disimulo; algo más discreto, el director de la sucursal acechaba desde detrás de la persiana veneciana de su despacho; cuando se dio cuenta de que se movían los visillos de la ventana del 7º C, soltó la lámina y se apartó bruscamente.

El timbre sonó de nuevo. «Rrrrrrr…»

—Papá, están llamando al porterillo.

Dio una calada al cigarro y expulsó el humo con rabia.

—Ya lo sé, hijo. Sigue sentado y no hagas nada.

—Pero…

—Escucha, Daniel, cuando yo te diga te levantas, abres la puerta y te vas a casa de la vecina.

—¿A casa de Ana?

—Sí. Pero no le des al botón del porterillo, ¿de acuerdo?

—Vaaale…

 Fue a la mesilla, cogió la foto de Andrea, la miró y la abrazó. Se la hicieron la misma noche que se conocieron, hace nueve años, en el fotomatón del centro comercial Mandarache: «Por si no volvemos a vernos…», le dijo él, que quería tener esa cara en su cartera, para poder mirarla siempre que quisiera y soñar que ella le miraba también. Después, cuando resultó que siguieron viéndose, hizo que le ampliaran una de las instantáneas para enmarcarla y colocarla en su habitación. «Esta es mi novia», les dijo a sus padres. «Ya era hora…», le respondió su padre. Su madre no dijo nada, pero movió la cabeza.

El timbre volvió a sonar. «Rrrrrrrrrr…» «Rrrrrrrrrr…» «Rrrrrrrrrr…»

Le dio dos caladas seguidas, y una tercera…

—Te quiero, hijo.

—Yo también, papá. ¿Puedo irme ya?

—No. Cuenta hasta veinte y entonces te vas. ¿Sabes contar hasta veinte, ¿verdad?

—Síííí…

—Pues empieza.

Dejó sobre la cama la foto de su mujer. Cogió el móvil y contempló durante unos segundos la fotografía de una mujer de pelo rubio. Besó la pantalla, cerró los ojos y la envió a la papelera de reciclaje. Escuchó cómo se levantaba su hijo del sillón, sus diminutos pasos resonaron en la tarima flotante, dirigiéndose hacia la puerta. «Tendrá que ponerse de puntillas para abrir el cerrojo», pensó, porque aún no alcanzaba, y se le volvieron a empañar los ojos. Había llegado el momento.

Empezó a moverse despacio, luchando consigo mismo, intentando dominar a su parte animal, la que le decía que no, que de ninguna manera, que se estaba equivocando, que eso no estaba escrito en los genes y que la decisión que acababa de tomar no era la más conveniente. Todas las células de su cuerpo gritaban intentando detenerle. Y funcionó, porque no podía moverse. «¡Joder…!» Tenía el cuerpo bloqueado por la tensión y los tíos del Juzgado ya debían de estar impacientándose. Encendió la radio, en parte para recuperar el movimiento, pero sobre todo para que Daniel no oyera lo que no debía oír. La música que sonaba le produjo una curiosa sensación de calma, de distanciamiento interior. Consiguió relajarse siguiendo la voz juguetona de la cantante, que de pronto aceleró, obligando a la flauta y a la guitarra a aumentar el ritmo para poder alcanzarla, hasta que la intensidad de la música decreció, reemplazada por la voz de un locutor acelerado que empezó a describir la trayectoria artística del grupo. Ahora ya podía moverse. Algo dentro de él había dejado de resistirse y se sintió tan ligero que los movimientos le salieron fluidos, armoniosos, precisos. Empezó a caminar con decisión, como si le estuvieran esperando en algún sitio. Sabía que ya no había marcha atrás, su cuerpo iba solo y él no podía detenerlo. Ni quería hacerlo.

Aspiró una última calada para darse valor y abrió la ventana. Abajo se había congregado un grupo discreto de gente solidaria, increpando a la autoridad que había desviado el tráfico, cortando el acceso a la calle en previsión de disturbios; vio camisetas de STOP Desahucios y alguna pancarta del PAH. Sonrió agradecido. Ya era demasiado tarde para él, pero le conmovió el gesto. Un cámara de 7 TV enfocaba la ventana, mientras la reportera de la Televisión Autonómica de Murcia retransmitía la noticia en directo. Vio que la comitiva judicial aún no había entrado. El cerrajero manipulaba sus herramientas junto a la puerta. Antes de ablandarse demasiado y perder determinación, giró la cabeza buscando la persiana del director de la sucursal, la que se movía, y le atravesó con la mirada, tomándose su tiempo, para que no quedara ninguna duda de a quién estaba acusando.

Entonces, saltó al vacío… 

…Sin cerrar los ojos, porque su plan requería precisión. «Tengo miedo», pensó, antes de estrellarse justo donde quería, a los pies de la comisión.

Su sangre les salpicó a la vista de todos.

El cámara de 7 TV inmortalizó el momento.

La prensa nacional se hizo eco del suceso, porque les encanta la sangre. El secretario salió movido en la foto, la mano en la mejilla, como si algo le hubiera golpeado en la cara; el resto de la comitiva, junto al portal, con la respiración contenida y la misma expresión, parecía que estuviera contemplando cada uno su propia muerte. Tardarían en olvidar esa visión turbadora. Ese momento se repetiría cada noche en la soledad de sus sueños.

Esa fue la pequeña venganza de Salvador.



2. Caso cerrado

El lunes por la mañana, el inspector Juanito Proaza se dirigía a la comisaría por la AP-7. Todo parecía irle bien. Había resuelto dos casos en un tiempo récord, no hubo percances en su primera redada y sus acertadas observaciones ayudaron a esclarecer un tercer caso, que resultó ser algo muy diferente a lo que parecía en un principio. Profesionalmente hablando, le iba de maravilla. Además, el domingo puso el móvil en modo avión y pasó el día entero con Virginia en la playa de la Perdiguera, una de las islas volcánicas del Mar Menor.

El recuerdo le dibujó una sonrisa, y la emoción recuperada le hizo viajar en el tiempo.

Tomaban el aperitivo, atentos el uno del otro.

Sobre la mesa del chiringuito, la sombra tamizada del cañizo protegía del sol la cafeína rebajada en hielo de él y el alcohol con gaseosa de ella. Virginia empuñaba el palillo de una banderilla que se había zampado de un solo bocado, sin parar de hablar del cuento que estaba dibujando. Juanito escuchaba. Había ido viendo el proceso de creación de los escenarios y personajes que Virginia se sacaba de la cabeza y estaba impresionado. «¿Cómo has hecho eso?», preguntaba él. «Así», le mostraba ella, de una manera que parecía que era fácil. Y el misterio de cómo una idea se transforma en acción para terminar convertida en un dibujo que provoca emociones que generan nuevas ideas, empezó a dejar de serlo cuando Juanito fue testigo de todos los pasos. Aún así la seguía mirando embelesado, porque le gustaba ver cómo organizaba su trabajo, la pulcritud con que renombraba y ordenaba sus modelos y el cuidado casi maniático con que elegía sus texturas y materiales. Era como una diosa en su mundo, con personajes a los que daba vida, porque una vez que los veías ya no podías olvidarlos. Todos eran únicos. Creaba belleza de la nada por pura necesidad, porque brotaba dentro de sí misma sin que pudiera hacer nada por evitarlo y tenía que compartirla con los demás. Y vivir de ello, si era posible. Por eso tenía que terminar cuanto antes su cuento, para empezar con otro proyecto e ilusionarse de nuevo. Cómo le gustaba ver ese entusiasmo contenido, ese brillo artístico en sus ojos que la hacía única.

—El siguiente cuento va a tratar sobre una niña sordomuda con una sensibilidad especial para los colores, que con paciencia de hormiguita va llenando de color todo lo que le rodea, hasta que consigue transformar la ciudad donde vive en algo más bonito.
Virginia era de esas personas que prefieren las cosas tal y como deberían ser en lugar de como son.

—Es una historia alegre, ¿no? —le preguntó entusiasmada.

—Sí, pero ¿por qué una niña sordomuda?

—Porque al no poder comunicarse de otra manera lo hace a través de sus pinceles. Es fácil de entender.

—Pero da mucha pena.

—¿Es que no hay niñas sordomudas en el mundo?

—Sí, pero…

—Pues entonces tienen derecho a ser protagonistas de un cuento, ¿no te parece? Se va a titular «Hue», como el comando de saturación de Photoshop. El título es bueno. ¿A que sí?

—Muy adecuado, pero a lo mejor los niños no lo entienden.

—¿Y qué más da si a mí me gusta?

Como solía argumentar de manera sencilla y tajante él se dejaba convencer con facilidad y seguía escuchando.

—¿Estás bien, Juanito?

—Contigo sí. —Cerró los ojos, deseando que el resto de su vida fuera siempre igual, junto a ella, sin responsabilidades legales—. Pero siento un hormigueo en el estómago cuando pienso que mañana pueden darme un nuevo caso.

—¿Por lo del matadero?

—No se me va de la cabeza.

—Dale tiempo y verás cómo lo nuevo que te pasa va desplazando lo anterior.

—Claro, pero hoy es hoy y no cualquier otro día.

—«Todo llega, mi señor, solo hay que aprender a tolerar bien la espera» —recitó Virginia, impostando la voz.

—¿De dónde has sacado eso?

—De Hiken, el libro que estoy leyendo. —Sabía cuál iba a ser la respuesta, pero a pesar de todo le dijo—: También puedes pedir la baja.

—Creo que me sentiría peor sin hacer nada. Necesito moverme, quemar esta ansiedad.

—¿Por qué no vas al médico y escuchas lo que tenga que decirte?
Juanito ya había tenido suficientes malas experiencias con médicos durante sus dos primeros casos, y no quería ni oír hablar de ellos. Prefería seguir adelante y enfrentarse a lo que viniera, que resultó no ser lo que esperaba, como en las otras ocasiones.



En la sala del Grupo de Homicidios de la comisaría de Cartagena, el ambiente estaba un poco más denso que en otras ocasiones. Les pesaba como una losa la muerte en acto de servicio del subinspector Andreu Baró, y les recordaba que, igualmente, podría haber sido cualquiera de ellos. Hasta el ventilador se encontraba desconectado, apoyando y sumándose a la apatía general. Juanito repetía mentalmente un tema de Aerosmith que no se le iba de la cabeza, mientras miraba la mesa con creciente aprensión.

Había un nuevo caso.

Algo sencillo, había dicho el comisario: determinar que el suicidio de Salvador Sánchez Abellán, un varón de 35 años, domiciliado en Cartagena, casado con Andrea Clarés García de 32, con un hijo de 6 llamado Daniel, era un suicidio y no un homicidio. Aunque un suicidio sea un homicidio contra uno mismo. Las fotos le mostraban boca abajo sobre la acera, la cabeza había impactado contra el bordillo y estaba rodeada por un charco de sangre en forma de corona sembrado de dientes, el cuello girado, la mandíbula desencajada con la lengua haciéndoles burla y los ojos desorbitados mirando al vacío; la camisa de cuadros había reventado por la presión, un zapato se encontraba a dos metros del cuerpo, sobre el capó de un coche aparcado, y la pierna derecha la tenía a la altura de la cabeza, con la rodilla encima del hombro; el resto de los miembros también estaban descoyuntados, en posturas que los vecinos del barrio tardarían mucho tiempo en olvidar. El caso Picasso, podría llamarse. Hasta a Garrido se le borró la sonrisa mientras contemplaba el cuerpo desmadejado del suicida.

Cuando De la Mata escuchó los comentarios y respondió a las preguntas habituales, cubrió las fotografías con la carpeta del expediente y preguntó a Adolfo y a Marcelino si avanzaban con lo suyo, si lo cerraban o qué coño pasaba.

—Seguimos revisando documentos, jefe, pero son muchos y ahora estamos afinando más. Denos tiempo y verá como la pillamos.

—Ya lleváis dos semanas con eso. Acabadlo en ésta. Tenéis cinco días —les soltó como un ultimátum. Giro de cabeza en dirección a la inspectora—. Marín, ¿con qué estás ahora?

—Con el informe del caso del torero. Proaza me ha entregado una copia del suyo y quiero leerlo antes de elaborar el mío, para evitar errores.

—Cuando lo termines se lo entregas a Rosa y les echas una mano a Barba y Utrero, a ver si cerramos el dichoso caso de la funeraria de una puta vez. ¿Qué estáis revisando vosotros?

—Propiedades, ingresos, movimientos de cuentas, correos, mensajes… —recitó Marcelino Barba, una cabeza por encima del comisario.

—Dadle las facturas y los bancos a Marín.

—¿Tú qué haces, Garrido? —El comisario le miró desde arriba, porque era más alto.

—Tengo que leer el informe de Juanito, después el de Marín y, por último, redactar el mío. Para evitar errores, como dicen por ahí.

—¿Y tú, Juanito?

—Ya hice el mío —le tendió una copia a De la Mata que este valoró al peso antes de meterlo en su expediente—. Ahora mismo no tengo nada pendiente.

—¿Y crees que estás en condiciones?

—Sí, señor.

—Pues coge el expediente del suicida y ciérralo esta misma tarde. ¿De acuerdo? Es puro trámite administrativo. —Cómo le gustaba al comisario decir eso—. Servirá para distraerte: habla con la mujer y los vecinos, que te cuenten todo lo que sepan y me haces mañana un resumen, sin demasiados detalles —dijo sopesando la carpeta del caso que acababa de resolver, el más gordo de todos por sus informes cargados de matices y descripciones innecesarias, según De la Mata. Entonces hizo uno de esos gestos que solía hacer cuando quería resultar gracioso y añadió—. Espero que no lo compliques y termine siendo un caso de asesinos en serie o cualquier otra cosa.

Se rieron, porque todos los casos que había tocado Proaza habían empezado pareciendo una cosa que después resultó ser otra mucho más enrevesada y espantosa, aunque de eso él no tuviera la culpa.
 
—Intentaré que sólo sea un suicidio, comisario.

Nuevas risas y el ambiente se volvió más ligero, menos cargado de presentimientos funestos.

Hasta el ventilador se puso en marcha.

Satisfecho, Octavio de la Mata abandonó la sala. Aunque aún no había conseguido hablar con los familiares del policía asesinado, su ánimo había mejorado. Le pidió a Rosa un café muy cargado, antes de encerrarse en su despacho, encender un cigarrillo y volver a intentarlo de nuevo.

Esta vez, alguien descolgó el teléfono. Era Natalia, la novia del subinspector Baró. El comisario se presentó y le comunicó la noticia.



Marín y Garrido, cada uno en su escritorio,  empezaron a leer el informe de Proaza para poder elaborar los suyos, ella concentrada en los detalles y él descojonándose del estilo con el que redactaba el novato. Marcelino Barba se puso a revisar e-mails sin demasiadas ganas. Adolfo Utrero recopilaba las facturas y los movimientos bancarios de la sospechosa a la que no conseguían cazar, para entregárselos a Marín.

Juanito Proaza miró las fotos de su nuevo caso, el tercero. Leyó el atestado de la Policía Local y la Diligencia de Lanzamiento que había quedado en suspenso, rematada con la temblorosa firma del secretario judicial que lo presenció en directo. Como en ese momento no le apetecía ir a preguntar a los vecinos y tampoco tenía cuerpo para hablar con la viuda, lo guardó todo en la carpeta marrón, metió la pistola en la funda que llevaba bajo el pantalón y trabó la placa al cinturón; después, la cubrió con la camiseta de Guns N´ Roses que Virginia le había comprado el domingo por la noche en una caseta de la feria de Lo Pagán.

Iría a ver al forense, porque un suicidio es un homicidio hasta que no se demuestre lo contrario, según sus propias palabras.

Fue caminando, buscando la sombra de los árboles, porque el día había empezado a calentar. Al pasar junto al quiosco de prensa de la plaza, le llamó la atención la cubierta de la última novela de Don Winslow y la compró. Había terminado el libro que le regaló Álvaro Laíz, el presidente del Lolita Club, y no tenía nada nuevo para leer. Repasó la reseña dos veces y fue hojeando el libro mientras caminaba, saboreando anticipadamente las emociones que siempre esperaba cuando leía a ese autor. Así, casi sin darse cuenta, se encontró ante las puertas del Instituto de Medicina Legal, con un libro en una mano y un expediente enrollado en la otra. Guardó la novela en el bolsillo trasero del pantalón y entró al edificio.
Tras bajar la escalera que conducía al sótano, encontró a Luzón saboreando un café junto a la máquina que había en el pasillo.

—Cuánto tiempo sin verle, inspector.

—Nos vimos el lunes pasado. ¿Tanto me echaba de menos?

—Ya sabe que sí. ¿Ha olvidado que me debe un café?

—No tenía ni idea.

—Sí que la tiene pero no lo recuerda. Haga memoria y sitúese en la madrugada de un sábado, cuando le llamé para ponerle al corriente de la autopsia de Boada.

—Cómo olvidarla.

—Pues, mientras se lo contaba, quiso invitarme a un café telefónicamente, por cortesía supongo, y como no pudo ser por lo avanzado de la hora y porque usted estaba en un sitio y yo en otro, le sugerí que me diera al día siguiente los cincuenta céntimos.

—Ah, ya entiendo. Lo que quiere es sacarme la pasta.

—No interpreta correctamente las cosas. Lo que yo intento hacer es liberarle de la carga de algo que ha quedado pendiente en su vida. —Luzón puso la mano con la palma hacia arriba, Juanito le tendió una moneda y el forense la metió en la ranura de la máquina—. Le invito a un café, Proaza.

—Es usted muy generoso.

—Todo el mundo me lo dice. —Cuando la máquina terminó de escupir el preciado líquido, recogió el vaso de plástico de la bandeja y se lo ofreció al inspector—. Y, además, atento. Me educaron bien. Pero no hablemos de mí, porque usted quiere saber cosas sobre el supuesto suicidio, ¿verdad?

—¿Supuesto? ¿Está diciendo que le empujaron?

—Eso es exactamente lo que pasó.

—Pero, si no recuerdo mal, cuando entraron los policías en la vivienda no había nadie más. —Le dio un sorbo al café, rememorando lo que había leído en el atestado, para comprobar que no se estaba equivocando—. No insinuará que fue el crío, porque estaba con la vecina.

—Yo no insinúo nada, pero hay muchas maneras de empujar a una persona. A veces, son tantas las manos que le empujan como la gente que le rodea.

—Ah, ya, sus metáforas —Proaza respiró aliviado.

—Si prefiere verlo así.

—No le comprendo.

—Pues olvídelo. ¿Quiere ver el cadáver?

—¿Es necesario?

—Es conveniente. —Como vio que echaba a andar con el vaso de café en la mano le dijo—. Tire eso a la papelera, ande, y no me contamine el lugar de trabajo.

La sala de autopsias estaba vacía, porque esa mañana Óscar Piédrola, el ayudante del forense, había tenido que ir a la Facultad de Veterinaria a presentar su tesis. Si todo le iba bien pensaba montar una clínica en una zona pija de Cartagena. Por fin dejaría este trabajo asqueroso lavando y cosiendo cadáveres, y perdería de vista a Luzón, que no hacía otra cosa que cachondearse de él.

Eso era lo que le estaba contando el forense cuando se detuvieron ante una camilla ocupada, cubierta por una sábana verde que echó a un lado casi con delicadeza. El inspector vio que Salvador Sánchez Abellán era un hombre delgado y fibroso, con la cara machacada, pero ordenada; el resto del cuerpo estaba igual de bien colocado. Luzón intentaba con su arte que el reconocimiento de los familiares fuera lo menos traumático para ellos.

—Era un hombre sin perspectivas de futuro —dijo dando un revés al aire—. No quiso pasar por la vergüenza de dormir en la calle con su familia y se quitó la vida antes de que eso pasara. Con suerte, la atención mediática que recibirá su viuda y su hijo les proporcionará un lugar dónde vivir, a lo mejor un piso embargado a otra pobre familia.

—Han dejado en suspenso la demanda.

—¿Lo ve?

—¿El qué?

—Que el muerto se ha salido con la suya.

—Pero antes dijo que le empujaron. ¿Lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo: le empujaron los que le estaban obligando a abandonar su propia casa, pero también contribuyeron indirectamente las personas a las que creyó haber defraudado. Incluso su propio nombre pudo darle el impulso necesario. Se llamaba Salvador y, eso quizás, tuvo algo que ver con la decisión que tomó.

—¿Piensa incluir esos disparates en su informe?

—¿Está seguro de que son disparates? Porque puede que otras personas lo vean como yo.

—¿Y…?

—La gente que hace este tipo de cosas por amor suele crear unos vínculos muy fuertes con las personas por las que decide sacrificarse.
—El forense mareaba una mano cuando hablaba, mientras la otra descansaba en el bolsillo de la bata esperando su turno—. Eso, amigo mío, genera un montón de intensas emociones que ahora mismo estarán revueltas. ¿Se consumirán lentamente en su propio fuego o provocarán terribles consecuencias de las que se arrepentirán el resto de sus desdichadas vidas?

—¿Usted que cree?

—Que la verdad puede ser aterradora.

—Muchas gracias, Luzón, seguro que eso me ayudará a esclarecer los hechos.

—Piense lo que quiera, inspector, porque todo lo que le he dicho es tan solo una evaluación inicial. Puede ser que en el próximo capítulo de este drama encontremos respuestas.



Proaza abandonó la sala de autopsias desconcertado, como casi siempre que hablaba con Luzón, con sospechas y preguntas en la cabeza que antes no tenía. El forense le había sugerido que estuviera atento a los familiares y amigos del suicida por si escondían intenciones. ¿Intenciones de qué?

Tal vez la viuda le sacara de dudas.

En lugar de volver a la comisaría a recoger el coche, decidió ir andando hojeando su libro, porque la calle no quedaba lejos. Cuando llegó al edificio del que saltó Salvador Sánchez, pasó bajo la cinta perimetral y observó la acera húmeda, que ya había sido lavada por los funcionarios de limpiezas. Le llamó la atención el revoloteo de una mosca sobre un destello delator. Surgía de una pequeña grieta del asfalto, junto al bordillo: se trataba de un diente, que introdujo en una bolsa de pruebas después de que la mosca se largara zumbando. Proaza sacó el móvil para ver la noticia en el periódico digital La Opinión de Murcia y vio la foto. El secretario se encontraba en el mismo lugar donde había encontrado el diente, con la mano en la mejilla y expresión de dolor, tal vez debido al impacto. Después se lo entregaría al forense. Como no había nada más que ver se dirigió al portal y pulsó el botón del 7º C en el interfono. Una mujer preguntó, Proaza se identificó y Andrea Clarés García le permitió el acceso con un sonido de chicharra metálica. El ascensor estaba repleto de mensajes: «Te quiero, churri», «¿Kes lo ke pasa Tomasa?», «La madre de Daniel es una puta», arañazos y lapos intencionados en el aluminio y en los cristales, como si el ascensor sirviera de catarsis a esa parte rabiosa y oscura que todos llevamos dentro.

La mujer que le abrió la puerta tenía tal presencia que enturbió momentáneamente la concentración de Juanito, porque su cuerpo irradiaba una intensidad y una armonía sobrenatural que anulaba el pensamiento. Andrea Clarés miraba al policía con sus ojos azules, esperando que arrancara; el inspector intentó hablar, pero no lo logró a la primera.

—¿Sí? —preguntó la mujer.

—¿Puedo hacerle unas preguntas? —consiguió articular.

—Claro. Pase usted.

La casa olía a limpio, a friegasuelos de pino y lejía, a lunes por la mañana soleado, a café recién hecho y a tostadas con mantequilla y mermelada, como si fuera un día más y allí no hubiera pasado nada. Si la mujer supiera que el policía tenía un diente de su marido en una bolsa de plástico dentro del bolsillo, ¿se rompería la ilusión o seguiría manteniendo el tipo? El niño estaba en el salón, viendo una película de dibujos con los puñitos apretados, porque Gru se había vuelto a meter en problemas.

Se sentaron en la terraza, en sillas de plástico en torno a una mesa plegable, y le ofreció una bebida que Proaza rechazó educadamente; después se arrepintió, porque a pesar de que el toldo estaba echado, hacía demasiado calor. Andrea tenía unas manos bonitas y fuertes de mujer trabajadora y las movía con rapidez y eficacia, acostumbrada a limpiar y a mover todo tipo de objetos; vestía de forma sencilla, con un delantal muy colorido protegiendo el vestido. «Mi marido tenía un corazón que no le cabía en el pecho, —le dijo al inspector—, y supo mantener sus intenciones ocultas hasta el último momento», dijo, como si estuviera hablando de alguien que había muerto veinte años atrás. Lo que ella quiso dar a entender era que lo había hecho para evitarles preocupaciones a su mujer y a su hijo. Le sacó los papeles del banco, le enseñó la cartilla y la escritura de la hipoteca. La mujer estuvo a punto de venirse abajo al responder algunas de las preguntas que le hizo el policía, pero el mensaje que quería transmitir a su hijo era que su madre todavía estaba ahí, que era más fuerte que nadie y que cuidaría de él a toda costa, porque la vida seguía y el niño necesitaba crecer en un ambiente emocionalmente estable y seguro. Aunque en esos momentos Daniel miraba la tele, ella no podía derrumbarse y arriesgarse a ser descubierta. Tenía que proteger a su pequeño de la realidad, tenía que apartarle del dolor. Representaba tan bien su papel, que Juanito empezó a preguntarse qué estaba haciendo allí haciéndole perder el tiempo a esa mujer. Ella le miró y sonrió tiernamente. Ya lloraría en silencio más tarde, a solas en su habitación, parecían decir sus ojos.

—¿De verdad que no quiere tomar nada? También tengo cerveza…

Dijo de nuevo que no y cuando vio la jarra de zumo de naranja con cubitos de hielo, volvió a arrepentirse. Con la boca seca por el calor, mirando como las gotas resbalaban por la superficie del vaso, siguió haciendo preguntas:

—¿Tenía hermanos?

—Era hijo único.

—¿Amigos?

—Sus amigos de parranda quedaron atrás cuando nos casamos. Nuestras amistades son las del colegio de Daniel: los padres de sus compañeros —sonrió, recordando momentos y caras.

—¿Y no tenía su marido amigos íntimos?

—No.

—¿Tenían problemas de convivencia?

—Supongo que como todos los matrimonios.

—Cómo se llevaba con sus padres.

—Se toleraban, pero dejaron de hablarse en diciembre, cuando murió su madre.

—¿Ya lo sabe el padre?

—Claro que lo sabe. Yo misma se lo he contado por teléfono hace un momento.

—¿Y cómo reaccionó?

—Con su mala sombra habitual. —Ahí frunció el ceño y apretó los labios—. Recordándome que ya nos advirtió que no íbamos a poder pagar la hipoteca.

—¿Dónde piensa vivir cuando ejecuten el desahucio?

Respondió con la voz tomada:

—Tendré que pedirle a Julián que cuide del niño mientras estoy en el trabajo. Seguro que se ablanda y nos permite vivir en su casa hasta que encuentre algo. Es su nieto y, aunque se haga el duro, sé que le adora.

—¿Tiene su dirección actual?

—Claro… ¿Piensa ir a verle?

Andrea no entendía el tipo de preguntas que le estaba haciendo el inspector, a no ser que se tratara de alguna táctica de lavado de imagen que hubiera puesto en marcha el Cuerpo Nacional de Policía, preguntando por temas familiares por pura cortesía para parecer más cercanos y humanos. Estaba confundida, porque el joven parecía sincero, pero le dio la dirección y el teléfono del padre de su difunto marido sin demasiadas ganas. Proaza vio cómo la pena empezaba a ensombrecerle la cara, o tal vez el cansancio, mientras lanzaba miradas furtivas hacia el salón. El inspector miró el reloj, cerró su bloc de notas, se incorporó, le dijo que lo sentía mucho y se marchó, pensando que debería haberle pedido un vaso de agua. Tampoco se lo pidió a los vecinos, que le contaron algunos chismes sobre Salvador y Andrea. Cuando estuvo de nuevo en la calle lo primero que hizo fue entrar en un bar y pedir un café con hielo. Se lo bebió de un solo trago y pidió otro.



A unas pocas calles del domicilio de Andrea vivía Julián Sánchez, su suegro. Era un hombre tozudo y recio que parecía más estúpido de lo que era, con rencores y prejuicios enquistados hablando por él. A pesar de que vivía rodeado de cruces y estampitas de santos, daba la impresión de que extraía su energía del odio contenido. Salvador era un pelele, decía, un hombre débil al que esa zorra manipulaba a su antojo, como él siempre había dicho, porque la fue calando poco a poco. ¿Que cómo le manipulaba? Pues sacándole el dinero a él a través de su hijo, que tuvo que humillarse y pedir, porque la señora quería comprar un piso en una torre para tener buena vista y no disponían del dinero de la entrada.

—Supe que lo había perdido cuando dejó de escucharme.

—¿Por eso dejó de hablarle, porque no estaba de acuerdo con usted?

—No es sólo eso, no crea. Esa mujer me daba miedo, si he de serle sincero. No me avergüenza reconocer que no pude con ella, pero yo la vigilaba cuando estaba desprevenida y las cosas que vi no me gustaron ni un pelo: hacía gestos ante el espejo y hablaba sola. Sé lo que me digo. Primero arruinó a su propio padre, al que metió en un psiquiátrico, lo que provocó la muerte de su esposa, y ahora ha matado a mi hijo después de arruinarme a mí. No creo que me quite de en medio, porque no sacaría nada con ello.

—¿Qué me está contando?

—Lo que ha oído.

El inspector lo había oído, claro que sí, pero le pareció que el hombre desbarraba e imaginaba cosas. Siguió con sus preguntas, pendiente del manojo de pelos que asomaban por su nariz, moviéndose al compás de la respiración.

—¿No sabrá usted, por casualidad, la dirección de la residencia dónde se encuentra el padre de Andrea?

—Ni lo sé ni me interesa.

—Dice que Andrea le sacaba a usted el dinero.

—Sólo me queda la pensión, inspector, pero sé administrarme. Afortunadamente tengo mi piso pagado, gracias a Dios, y un testamento donde pone claramente que, cuando yo muera, lo heredará todo mi nieto y no esa bruja —Manuel se rascó el cogote—. ¿Sabe qué…? Intentó que la hipoteca recayera sobre mi vivienda, en lugar de en su flamante piso que era lo normal, porque decía que mi nombre y mi nómina le ofrecerían más garantías a los del banco. Hablé con ellos y me dijeron que eso no era cierto, que la garantía del piso que habían comprado era suficiente y que lo de la hipoteca a mi nombre lo había sugerido ella. Desde entonces he estado con la mosca detrás de la oreja, vigilando sin que se diera cuenta a esa mujer araña que tenía atontado a mi hijo. Es una comedianta, no sé si me entiende. Yo antes lo aguantaba todo para no contrariar a mi mujer, pero cuando mi Julia falleció ya no me quedaron ganas de escuchar más bobadas; los mandé a hacer puñetas el día que vinieron a pedirme más dinero.

—¿Estamos hablando de Andrea Clarés? —A Juanito le costaba creer que se estuviera refiriendo a la madre atenta y protectora que él había visto hacía poco más de una hora.

—¡Que sí, cojones, la hija de puta de mi nuera! —entonces bajó la voz, y le apremió a acercarse, como si fuera a hacerle partícipe de una revelación—. Créame, inspector, no hay arma de destrucción masiva más poderosa en el mundo que una cara bonita y un coño con ambiciones. —Levantó las cejas y dijo—: Acuérdese de Troya.

—Pero…

—¿Es que no ha visto la película?



Pasó la tarde en comisaría, sin hablar con nadie, dándole vueltas a la idea de que la viuda pudiera ser una manipuladora diabólica, una mujer capaz de utilizar múltiples personalidades para conseguir sus fines, pero terminó desechándola, porque era algo demasiado volátil, un rumor multiplicado por el número de veces que los vecinos lo habían repetido sin un fundamento sólido que lo respaldara. Sólo cotilleos, de momento. Averiguó el paradero del padre de Andrea, que estaba ingresado en la Residencia Algameca, al suroeste de Cartagena. Iría a verlo por la mañana, a primera hora, con energías renovadas.

El resto del tiempo lo pasó aislado en su nube con los auriculares puestos, limpiando la pistola desparramada sobre la mesa y montándola de nuevo pieza a pieza, después de frotarlas con un trapo empapado en aceite, tarareando mentalmente «Bad Things», el tema machacón de L7. Disfrutó con el ejercicio, y cuando terminó de engrasar las balas e introducirlas en el cargador, se tomó un breve descanso para leer un nuevo capítulo de la novela.

Aunque no había cerrado el caso, como quería De la Mata, decidió que había hecho suficiente por un día. Apagó el ordenador, se despidió de sus compañeros y se pasó por el Instituto de Medicina Legal para entregarle al forense el diente que había encontrado en el suelo.

Después fue al gimnasio, a su clase de aikido en San Pedro del Pinatar.



Aurora Marín entrenaba en el Fudôshin de Cartagena, cerca de la comisaría; no podía permitirse faltar porque se estaba preparando para 3º Dan y quería bordar el examen. Tras el calentamiento, cuando efectuaba el giro de esquiva de un ataque, se le enganchó el dedo meñique del pie izquierdo en la hakama de su compañero y se rompió el dedo, que quedó en un ángulo de noventa grados respecto a la dirección del pie. La clase se detuvo. Todos mirando con aprensión el dedo de Marín, que tenía la cara blanca y había quedado conmocionada. Su maestro dijo: «Esto no es nada». Fue al botiquín y regresó con una tira de esparadrapo. A la vista de todos colocó el dedo de nuevo en su sitio y lo inmovilizó sujetándolo al dedo contiguo: «Hale, quejica, a seguir entrenando». La inspectora continuó haciendo técnicas, como si no hubiera pasado nada. Al terminar la clase, tuvo que hacer un simulacro de examen de quince minutos que aguantó sin problemas. Después de ducharse, ella misma condujo hasta el hospital. El auxiliar de Urgencias le ofreció una silla de ruedas, pero Marín dijo que no era necesario y entró en la enfermería caminando, sin apenas cojear.

—No es preciso tocarlo —dijo el enfermero mirando la radiografía. El esparadrapo estaba perfecto y el dedo bien colocado—. ¿De verdad que no le duele…? —preguntó extrañado.

Cuando salió del hospital, Aurora llamó a su Sergio y le contó el incidente con todo detalle. Le dijo que no hacía falta que fuera a recogerla, pero subió el tono dramático para que le hiciera mimitos cuando llegara a casa.
La rutina diaria del afeitado le tranquilizaba, siempre que la ejecutase en el orden correcto y con la música adecuada: primero la patilla derecha, que le servía de modelo para la izquierda, antes de meterse con el bigote y la perilla. Lo que no hacía nunca era empezar sin haber puesto el tapón al jabón y haberlo guardado en el armarito, alineado junto a la brocha. Cuando guardaba la maquinilla, echaba cubitos de hielo en el lavabo y se refrescaba la cara con abundante agua fría hasta que no sentía la piel. Después de limpiarse los dientes y cumplir con su ritual se miró en el espejo. La ansiedad y las tensiones que había acumulado durante el día habían desaparecido.

Se fue a la cama.

Virginia dejó el libro. Se miraron. Sonrieron. Ella le hizo cosquillas. Entre caricias y arrumacos a cámara lenta debido a la infusión y al cansancio, Juanito se quedó dormido sin darse cuenta.

Soñó que se encontraba en un plató de televisión, desnudo, debatiendo con una mujer que tenía un micrófono implantado en la boca y le acusaba de algo apuntándole con sus afiladas uñas, unas uñas rojas que parecían a punto de arrancarle la piel. El volumen de su voz era muy superior al suyo y cuando intentaba responder, ella elevaba el tono y le hacía una nueva pregunta que también quedaba sin respuesta. Como no acertaba ninguna, los aplausos del público eran siempre para la mujer de las uñas afiladas. Se sintió frustrado y rabioso, porque deseaba con todas sus fuerzas meterle un zapato en la boca y sus manos de chicle no le respondían. La mujer alteró el timbre de voz señalando algo detrás de él, algo que no deseaba ver, a pesar de que su cabeza empezó a moverse sin su permiso hasta completar el giro. Cuando se detuvo, sintió el crujido de las vértebras y un dolor intenso.

Cerró los ojos, pero seguía viendo aquello que no quería ver.

El cuerpo del subinspector Baró colgaba de una cadena cortado en canal, junto a cuatro cerdos que se desangraban como a él. La sangre del suelo los reflejaba, las sombras de los muros repetían sus movimientos convulsos, el eco devolvía amplificados los gemidos de su dolorosa agonía. Andreu Baró no miraba a la mujer sino a él. Con su boca partida en dos dijo: «Debí haberte esperado», y sonó dos veces al mismo tiempo, una por cada lado de la cara. Proaza despertó con los labios morados de tanto apretar, intentando contener la respiración acelerada, los temblores y el castañeteo descontrolado de los dientes.

Se levantó y fue al baño a lavarse la cara.



A veinticuatro kilómetros de allí, una mujer airada recorría una amplia estancia de pasillo en pasillo, abriendo y cerrando puertas, comprobando una vez más que todo estuviera listo. Al pasar junto a la habitación de la vieja le dijo que se callara de una puta vez, que no había tenido tiempo de comprar los ambientadores: «¡Tú misma te lo buscaste, por cotilla!». Se tapó los oídos con las palmas de las manos y se dirigió alterada a su cuarto; como continuaba escuchándola dentro de su cabeza, le propinó una patada a la puerta que se cerró con estruendo. El portazo fue tremendo, el estrépito que provocó retumbó de muro en muro y se extendió por toda la casa.

Escuchó.

Solo se oía el eco y un ligero zumbido.

La vieja se había callado y el silencio la confortó.

Miró la fotografía de Salvador, una instantánea en la que salían abrazados los dos. La hizo un turista al que le pidieron el favor. Se querían y eran felices. Dios, como se querían. Cogió las fotocopias que le había dado el segurata y observó las firmas, los garabatos del poder que destruyeron su vida. Sin esos garabatos nada habría sucedido. Debajo, los nombres y los cargos a quienes correspondían.

Miró la foto de nuevo.

Una lágrima impactó sobre la firma de Simona Larceas, la procuradora del banco.







# Vol. II: Carne de primera




"Vivimos de la muerte de otros,
somos como cementerios andantes.
Llegará el momento en que el hombre verá
el asesinato de los animales como
ahora ve el asesinato de los hombres."

Leonardo Da Vinci






1. El camino a Los Infiernos


Para ir a Los Infiernos, basta con girar a la derecha en el kilómetro 6 de la RM-19, la autovía que conecta San Javier con la A-30 en dirección a Murcia; después de pasar la rotonda, hay que desviarse en la primera salida y recorrer dos kilómetros y medio de asfalto irregular, rodeado de campos polvorientos e invernaderos de plástico. Allí, el silencio se extiende hasta donde llega el oído, y pueden alcanzarse, en pleno verano, las elevadas temperaturas que avalan su nombre.

Cuando Gustavo tomó el desvío eran las dos de la mañana. Le acompañaba una joven que había conocido esa misma noche, pocas horas después de que Tati le hubiera dejado. Estaba oscuro, porque los caminos rurales no suelen disponer de alumbrado; la única iluminación era la de los faros de la furgoneta, que circulaba por el centro de la vía invadiendo el carril izquierdo. Entre risas y caricias dejaron atrás la primera curva, el vehículo se detuvo a la izquierda de la cuneta, señalando con los faros unos arbustos resecos y una lona de plástico que alguien había tirado en el descampado. Se besaron. Iba un poco bebido, contento de haber conocido a alguien que le ofreciera compañía en aquellos amargos momentos. Ella tenía unos ojos burlones, manos juguetonas y labios con sabor a ginebra. Justo lo que necesitaba. Después de todo, encontrar compañía que te brinde consuelo cuando tienes el corazón roto es un pequeño milagro que la química explica: se liberan endorfinas, los niveles de dopamina suben y el cuerpo experimenta la euforia. Podría haber ido a ensayar, a fumar unos petas con los amigos, haberse hartado a reír y el efecto sobre su estado de ánimo habría sido el mismo. Todos sabemos que un pensamiento regulador, en ocasiones, puede ayudar a mantener el rumbo; pero Gustavo no quería eso y eligió tomar el camino de la autocompasión. Aunque sabía que su relación con Tati no había tenido mucho sentido, decidió abandonarse a la desesperación y representar su particular melodrama ante el mundo.

¿Cuándo se quedó dormido?

No parece un dato que importe demasiado ahora. Lo que sí está claro es que no supo ver el peligro, mientras saboreaba su desconsuelo escuchando la música llorona de Muse, con los auriculares puestos y su cara de pena bien a la vista. Dos personas sentadas en un chiringuito, bebiendo en la playa cuando el sol se pone, y las miradas se cruzan demasiadas veces y una sonrisa aparece y la primera palabra… ¿Quién la dijo? ¿Quién transformó un momento triste y vacío en otro cargado de expectativas? Lo cierto es que la furgoneta se encontraba allí mismo, tan acogedora, con esas cortinas fruncidas de nubes azules y rosas, que solo tuvo que mencionar la botella de ginebra helada para convencerlo: «Nos vamos, que conozco un sitio… Ya verás». Y fueron al sitio. Y vio... Era viernes cuando se conocieron y sábado cuando ella le robó el corazón, un corazón cuyo valor en el mercado alcanzaría los ciento cincuenta mil euros. Nadie sabría jamás que estaba emocionalmente roto, ni el cirujano encargado del trasplante, ni el afortunado receptor. Solo lo sabía Tati, que le había visto llorar desesperado tan solo unas horas antes; y ella, la que le tendió la trampa, porque el propio Gus se lo había contado mientras estaba siendo acechado. Pero, ¿a quién le importaba ya? A Gustavo no, desde luego. Tirado a cincuenta metros del camino, con el pecho abierto y la mirada vacía, parecía resignado. Definitivamente, ni lo suyo eran las mujeres, ni aquel había sido un buen día.

Al menos no estaba solo bajo la lona de plástico. Recostado sobre unos rollos de tubos de goteo, se había convertido en ecosistema anfitrión y empezó a recibir visitas, atraídas por el olor que liberaba el cuerpo. Primero vinieron las moscas, que revolotearon nerviosas a su alrededor, abanicándole el rostro con sus diminutas alas, buscando los mejores sitios donde depositar sus huevos; después fueron las hormigas y los escarabajos, inspeccionando uno por uno todos los orificios a su alcance; una araña se movía por el pelo, explorando el lugar donde establecer su nido, atenta al culebrear de un ciempiés con el que no deseaba competir en esos momentos. Una rata salió de la cavidad abdominal con un trozo de hígado, nerviosa, ante la presencia de un cuervo que picoteaba la lona para poder acceder también a su parte. Algunos grillos cantaban, mientras los ácaros, monstruosos y diminutos al mismo tiempo, se hacían un sitio en el dorso de los brazos y las piernas…

Entonces, la pantalla del móvil de Gustavo se encendió, el dispositivo vibró, y el silbido de la melodía de Rammstein anunciando un nuevo mensaje creó un breve desconcierto. Fue una parada del mundo apenas perceptible…

El mensaje era de Tati y decía: «Te gustaría q t komieran a ti, cabrón?»

… Después, se reanudó la actividad.

Silenciosos y elegantes, como sueños extraviados de la noche, los gatos del lugar vigilaban indiferentes el festín.

No tardaron en aparecer los perros...





2. Redada


El lunes por la mañana, el Grupo de Homicidios de la Policía Judicial de Cartagena se encontraba casi al completo. Los ordenadores estaban encendidos, el aroma del café se mezclaba con el humo de los cigarrillos, las ventanas estaban abiertas y las mesas repletas de papeles, los que se movían y los que permanecían quietos durante semanas o meses, envejeciendo y acumulando polvo. El ventilador giraba a un lado y a otro, creando la ilusión de que la mañana era fresca a intervalos. La inspectora Marín discutía con Marcelino Barba sobre trienios y complementos; cuando salió a relucir el recorte de la paga extra, el inspector jefe pensó en los regalos de Navidad de sus hijos, resopló como un toro, estrujó con su manaza el temario que estaba estudiando para acceder a comisario y la madera de la mesa crujió. Paco Garrido miraba con cara de asco a Said Garuso, el informático encargado del mantenimiento de la comisaría, delgado, fibroso, con atuendo punkarra y un tatuaje tribal en el cuello, que se perdía bajo la camiseta. Como tenía los ojos saltones y no paraba de asombrarse con lo que le contaba Adolfo, daba la impresión de que se le iban a caer al suelo de un momento a otro. Esa mañana estaba tardando demasiado el comisario, lo que no era habitual porque nunca se saltaba la rutina, de manera que las historias se sucedían y el informático parecía cada vez más excitado.

—¿Te estás quedando conmigo? —preguntó con la mosca detrás de la oreja.

—Ocurrió tal y como te lo he contado —respondió Adolfo.

—¡Venga ya…! —Garuso dio un revés con la mano al aire—. Te estás quedando conmigo.

—¡Que no, coño!

—¿Y dices que los detuvo el nuevo, el de la perilla?

—Paco estaba con él. —Adolfo le señaló con la barbilla—. ¿Es verdad o no es verdad?

Paco asintió con desgana.

—¿Qué pasa, tío, que no lees los periódicos?

Como era verdad que no leía los periódicos y el tema ya no daba para más, Garuso se enfrascó de nuevo en el ordenador de Adolfo, que en los últimos días había dado unos cuantos pantallazos azules. Este le ignoró con desdén, pensando que era extraño que no se hubiera enterado de una noticia que había salido en todos los medios, y se puso a seguir en la tablet unas declaraciones del secretario general del SUP en YouTube. Garuso, a su vez, pensaba en lo extraño que resulta la escasa cultura informática que poseen los inspectores, ellos que se creen tan listos. Garrido decidió coger el relevo para seguir impresionándolo, contándole el método que había utilizado el sábado de madrugada, en la sala de interrogatorios, para que confesara el dueño de El Galeote.

—Fue muy sencillo y te lo voy a contar para que aprendas algo. Además, puedo asegurarte que no le toqué ni un pelo. No es mi estilo, y cualquiera que me conozca lo sabe. Lo mío es la diplomacia, la negociación, la palabra como arma, no sé si me entiendes. En cambio, aquí el amigo —dijo señalando a Juanito Proaza, que en ese momento se rascaba la perilla—, cuando el tipo intentaba tirar las pruebas por el retrete, le inmovilizó con una de esas cosas extrañas que hacen los aikidokas, lo dejó tieso como un palo y lo llevó hasta el furgón, caminando de puntillas. Y eso que el tío estaba gordo.

Proaza estaba a sus cosas, mirando por la ventana, pensando en el domingo que Virginia y él habían pasado juntos en La Ribera, chapoteando en la playa y haciendo planes. Cuando escuchó el comentario de Paco, se despertaron en la memoria del joven inspector las emociones de la redada del sábado, los recuerdos evocados fueron ganando nitidez y empezaron a proyectarse en la pantalla de su mente los fotogramas de su primera redada…



Eran las nueve en punto de la noche. Iban por la avenida de Emilio Castelar, en el Ibiza cochambroso de Garrido, seguidos por un furgón policial y dos zetas. El coche parecía la guarida de un loco: latas vacías, cajetillas arrugadas y anuncios de parabrisas adornaban el asiento trasero sembrado de ceniza; había colillas apagadas y tapones de todos los colores por el suelo lleno de arena, una botella de agua mineral sin tapón, y una chaqueta de verano tirada junto a unas chanclas. A través de las ventanillas, que no había limpiado desde que compró el coche, las luces y neones de la noche parecían un borrón. Olía a tabaco, a cerveza y a sudor concentrado. El indicador de la gasolina estaba en la reserva, el del aceite no funcionaba... Hablaban sobre el caso de las Salinas.

—Quiero darte las gracias por lo de anoche, Juanito —y le entregó un CD. Tenía escrito a rotulador: «Para Juanito y Virginia», y había rellenado de corazones rojos todo el espacio alrededor de la dedicatoria.

—Vaya… ¿Y esto qué es?

—Una recopilación de canciones de amor que he grabado para vosotros.

—Gracias, Paco, pero no era necesario.

—No tiene ninguna importancia.

—Tú habrías hecho lo mismo por mí.

—Bueno, yo no habría llorado. Ya sabes que soy un tipo duro. —Garrido se aclaró la garganta.

—Lo que me sorprende es que estés tan fresco.

—Tengo una ligera resaca —puso su sonrisa torcida—. Pero sé llevarlas.

—¿Cómo se te ocurrió seguirle el juego a Boada? ¿Dónde tenías la cabeza, gilipollas…?

—No me sermonees, ¿vale? Tenía sed y la cabeza donde siempre —respondió, después de dar una sonora calada al cigarrillo.

Hubo un breve silencio y una nueva calada. Cuando giraron por la calle Lorqui, Proaza cambió de tema:

—¿No ponemos el rotativo?

—¿Para que sepan que llegamos?

—Les has investigado ya: tenemos las fotos, sabemos que las pastillas que mataron al chaval salieron de ahí y llevamos una orden de registro.

—¿Y por eso vamos a entrar derrapando, con todas las luces y las sirenas puestas, para que les dé tiempo a deshacerse de las pruebas? —en la calle del doctor Mirón de Castro, Garrido sacó el brazo por la ventanilla, para indicar a los agentes que venían detrás que se detuvieran y aguardaran órdenes. El Ibiza continuó solo, en dirección al Galeote—. Toma… —le tendió su teléfono móvil—. Llama al dueño y dile que en unos minutos estaremos allí.

—¡Qué payaso eres…!

—Lo que tú quieres es entrar como en las pelis. ¿Verdad, fantasma?

—No es eso. Es que en la Academia nos enseñaron a hacerlo de otra manera.

Garrido le miró de soslayo y soltó una carcajada.

—Esto es la vida real, y vamos a hacerlo así: te adelantas tú solo y pasas el primero, vas a la barra y…

Después de escuchar el plan, Proaza abandonó el coche, agradecido por respirar aire puro de nuevo. Había que reconocer que el Ibiza de Paco era un buen camuflaje. Antes de cerrar la puerta ancló la placa al cinturón y la cubrió con la camiseta negra de Paradise Lost. Había desechado la funda sobaquera porque el cuero le irritaba la piel y, además, tenía que usar chaqueta para que no se notara. Ahora llevaba la pistola en una de polímero, sujeta a la cintura dentro del pantalón vaquero, con el cañón apuntando a la ingle. Echó a andar en dirección al pub, arrastrando las zapatillas, pero sin exagerar demasiado; entró en El Galeote, con la mirada perdida en el suelo, moviéndose al ritmo de Linkin Park, que era lo que sonaba en ese momento; se apoyó en la barra como si estuviera agotado, pidió una cerveza, «Muy fría, por favor», y fijó la vista por primera vez en el dueño del pub, un tipo grueso con las sienes y la nuca rapadas, un tatuaje tras la oreja y una tira de pelo triunfal coronando su frente; llevaba un chaleco de cuero granate sobre una camiseta amarilla de tirantes. Puso la cerveza sobre un posavasos usado, escarbó con un platito ovalado en un saco de cacahuetes, se lo puso de aperitivo y siguió a lo suyo. El inspector bebió un trago, haciendo su propio mapa mental de la situación, cogió unos cacahuetes, giró la cabeza como si buscara algo y le preguntó al gordo:

—¿Dónde está el meódromo, colega?

—¿Ves la máquina de allí? —dijo señalando hacia la izquierda del local. Las pulseras que llevaba en la muñeca tintinearon.

El inspector asintió. Tenía cuatro pulseras de latón, una de cuero trenzado y una esclava de oro. En el local debía haber unas veinte personas, incluyendo al camarero joven y una mujer con cara de mala hostia, las uñas pintadas de negro, un collar de perro alrededor del cuello y un piercing bajo la nariz, que también intentaba parecer juvenil, como el dueño.

—Pues está justo en el otro lado. —Y señaló hacia la derecha, riéndose como un asmático.

Proaza hizo el gesto de que había entendido la gracia, puso la sonrisa de compromiso y se dirigió hacia el servicio simulando cierta urgencia, para que el chistoso viera lo que tenía que ver. Cuando se cerró la puerta tras él, le asaltó el olor a amoniaco. Se frotó la nariz, se situó cerca del urinario más alejado de la salida, simulando que meaba, puso la placa a la vista, le quitó el seguro a la pistola y aguardó, escuchando la música que retumbaba en las paredes.

Tres minutos después, el furgón cortaba la calle, con las puertas traseras abiertas como un mal presagio; los destellos azules creaban la alerta justa y necesaria, para indicar que un asunto oficial estaba en marcha y que era mejor no interponerse si sabías lo que te convenía. Garrido plantó a la dotación del primer zeta ante la puerta, dos tíos de una intensidad provocadora, como diría Sabina, para evitar que entraran los que no debían entrar y salieran los que no debían salir; los jóvenes que había por la zona, se dividieron en dos grupos perfectamente diferenciados, los curiosos que querían enterarse de lo que pasaba y los que salieron pitando para evitar la identificación y un posible registro, con pérdida de chinas y demás provisiones. La segunda dotación, entró en el establecimiento detrás del inspector. Garrido los situó en diferentes puntos estratégicos del garito, para que fueran identificando a los clientes. Cuando hubo terminado de distribuir sus fuerzas, se echó sobre la barra, sonrió al camarero, puso la orden de registro sobre el mostrador, cogió la cerveza que había pedido Proaza y le dio un generoso trago.

—¿Puedes apagar la música? —le dijo al que estaba atendiendo.

—¿Cómo dice? —el chaval parecía confundido, no sabía si había entendido bien lo que acababa de decir ese hombre.

—¡Que apagues la puta música! —Ahora lo entendió, la placa a medio centímetro escaso de la nariz y el aliento de Garrido apestando a tabaco—. ¿Dónde está tu jefe? ¿Y esa de la caja, quién coño es?



Lo primero que Proaza oyó fue el silencio. Estaba sonando Korn en ese momento, y al pararlo de golpe quedó un gran vacío flotando en el aire, un paréntesis hueco sin expectativas. Cinco segundos después, unas sillas rodaron por el suelo, se escuchó: «¡Alto…!» Se oyeron pasos apresurados, un resbalón, más pasos, la puerta se abrió bruscamente y apareció el dueño del local, sofocado, con una bolsa llena de pastillas y la intención de tirarlas por el retrete.

—¡Suelta esa bolsa! Y muévete despacio…

El hombre se quedó de piedra, parado ante la puerta, observando, sin acabar de creer que ese tipo le estuviera apuntando con una pistola. Resulta que el pasota que se estaba meando era un madero, y le había pillado con las manos en la masa, el muy cabrón. «¡Joderrr!» Tenía que hacer algo. Aún le quedaba un intento a la desesperada, porque no iba armado y sabía que el policía no le iba a disparar. Total, ya no tenía nada que perder. Corrió hacia la puerta del retrete, abrió la tapa y soltó la bolsa…, pero no pudo tirar de la cadena, porque el policía le agarró el antebrazo, le retorció la mano hacia arriba y le inmovilizó con una técnica que había practicado esa misma mañana durante más de una hora en su clase de aikido. Para evitar el dolor, empezó a caminar de puntillas. «Tranquilo, tranquilo…, quédate quieto y no te dolerá», le advirtió el inspector, que lo guio hasta el furgón, con la bolsa de pruebas empapada colgada del cuello.



Octavio de la Mata entró en la sala, cuarenta y cinco minutos fuera de rutina, cuando ya nadie contaba historias y Proaza había dejado de soñar. Miró al informático con intención, Garuso se levantó y salió de la sala como si lo tuvieran ensayado. Por la cara que traía el comisario iba a ser un día de sorpresas y novedades. De los expedientes que llevaba bajo el brazo, uno destacaba del montón, el que era menos grueso y aún no estaba arrugado. Lo tiró sobre la mesa, no porque estuviera cabreado, sino porque era su manera de decir que esas cosas no tendrían que pasar.

—Esta madrugada, en el kilómetro 6 de la Autovía del Mar Menor, a la altura de Los Infiernos, una furgoneta ha atropellado a un perro: llevaba en la boca lo que quedaba de la mano de Gustavo Alveroa, un joven de veintitrés años de Los Alcázares… Después de rastrear la zona, el equipo de venteo encontró el resto del cuerpo —el comisario sacó unas fotos del nuevo expediente y las extendió sobre la mesa—. Por las huellas encontradas, parece que le han devorado los animales del lugar. Tenía todas sus cosas, incluido el móvil, por lo que, a primera vista, parece que no lo mataron para robarle. Casualmente, o a lo mejor no, el último mensaje que recibió decía: «Te gustaría q t komieran a ti, cabrón?» Lo mandó una tal Tati, a las tres cuarenta y cinco de la madrugada del sábado, que bien podría ser la hora aproximada de la muerte.

En la foto del expediente, sujeta con un clip, se veía a Gustavo sonriente, como debió de ser antes de que le convirtieran en eso. Las imágenes del lugar de los hechos, le mostraban ahora como un cuerpo descompuesto y horriblemente mutilado, un manojo de huesos vestido con una camiseta roja desgarrada y un pantalón corsario hecho jirones por el que se paseaba un escarabajo; el cadáver estaba echado sobre lo que parecían unas mangueras enrolladas de color negro, el cráneo tenía una maraña de pelo apelmazado, recogido con una coleta, recubierto por una filigrana de telarañas. Un plástico roto lo cubría y se podían ver algunas moscas revoloteando y decenas posadas. Todavía conservaba trozos de carne reconocibles, con larvas alimentándose en las articulaciones. «Tenía un año menos que yo…», pensó Proaza.

—No tengo claro quién va a llevarlo, porque creo que todos estáis más o menos ocupados. Marín, ¿qué pasa con la residencia de Los Alcázares? ¿Hay negligencia o no la hay?

—Es muy difícil probarla, comisario, porque el anciano era veterano de la División Azul, y se las pudo ingeniar para pasar el arma sin demasiados problemas. Se trataba de un sargento condecorado que había combatido en el frente. Según el resto de los residentes, siempre estaba de mal humor. Podría haberse suicidado de muchas maneras, pero eligió hacerlo como hacen los militares en las películas.

—Pues cierra el caso y cuando redactes el informe, ahórrate las florituras y los comentarios superfluos: tiene que ser breve y preciso, así, cuando busquemos información, resultará más sencillo encontrarla —mirada amable pero intensa.

Marín la encajó con un gesto que intentó pasar por una sonrisa.

—Garrido, ¿te encuentras bien?

—Estoy aquí, ¿no?

—¿En qué coño pensabas en casa de Boada? —Al inspector se le congeló la cara—. ¿Sería mucho pedir que nos ahorraras el siguiente susto?

—Lo intentaré, jefe…

—Te tomo la palabra, aunque luego harás lo que te dé la gana, como siempre. A pesar de todo, hiciste un buen trabajo en la redada… —De la Mata suavizó la expresión—. Ha confesado voluntariamente y ha firmado la declaración aceptando todos los cargos, aunque quiere quitarse el muerto de encima echándole la culpa al que le pasaba las pastillas a él. Un tal Rujas, al que nunca ha visto la cara, según afirma. No sabemos si se lo inventa, pero ahora que el Galeote está cerrado y precintado, le pasas el caso a los de Narcóticos, para que se encarguen ellos de establecer si forma parte de una mafia o van por su cuenta. Nosotros ya encontramos a los homicidas. ¿Sabéis cómo distribuían la coca?

Todos lo sabían, porque Garrido ya lo había contado, pero guardaron silencio y pusieron cara de interesados. Adolfo Utrero apoyó el codo en la mesa y se sujetó la barbilla, fingiendo que prestaba mayor atención que los demás.

—Las pastillas las vendían en el local, pero el perico no. El pedido se hacía por teléfono al móvil de la mujer del dueño y lo servía a domicilio el camarero, que lo llevaba escondido tras un panel de su moto. Solo pasaban a conocidos y solo a determinadas horas. Muy puro y muy caro. Sencillo y seguro.

—Pues les hemos pillado —la sonrisa de Garrido surgiendo de nuevo.

—Vosotros dos… —dijo señalando a Barba y Utrero— ¿Avanzáis con lo vuestro?

—Casi lo tenemos, aunque no podemos probar nada —respondió Utrero, apresuradamente—. Pero el caso ya lo tenemos resuelto y esperamos cerrarlo mañana.

—No sé si he entendido lo que acabas de decir. ¿Por qué mañana, precisamente?

—Porque recibiremos las pruebas de ADN —dijo Marcelino.

—Que esperáis que sean positivas. ¿Os basáis solo en una esperanza?

—Es lo único que tenemos, jefe —respondió Marcelino—. O la tía es muy lista y no ha dejado ningún cabo suelto, o el marido murió de muerte natural y ella es inocente, aunque a Utrero no le guste su cara.

—Le mató ella. Punto. —Adolfo solía defender sus argumentos con entusiasmo, aunque no se sostuvieran o fueran incoherentes, porque rara vez se equivocaba en sus conclusiones—. Yo lo sé y ella también. Caer va a caer, comisario, pero no sabemos cómo ni cuándo.

Utrero siempre iba despacio, siguiendo el procedimiento, pero como el proceso lo llevaba en su mente ordenado a su manera, tener que explicarlo le suponía un engorro; a pesar de ello, había resuelto todos sus casos en un tiempo razonable y con una lógica impecable. Por eso daba el mínimo de explicaciones, porque las prefería cuando todo había encajado y el culpable ya estaba detenido gracias a su minuciosa labor de investigación. Entonces sí que lo explicaba con sumo detalle y todos entendían el porqué de esto y el porqué de aquello. Eso lo convertía, a los ojos del comisario, en un agente de peso, el ideal para encargarse del nuevo caso; pero no podía asignarle dos a la vez, porque Juanito y Garrido se sentirían desplazados. A Marcelino se lo habría dado, sin dudarlo, pero estaba preparando las oposiciones para comisario y no quería sobrecargarlo, motivo por el cual lo había emparejado con Adolfo; Paco iba a estar ocupado con los estupas y tendría que redactar un extenso y sustancioso informe, y a Marín, con la calma con que se tomaba las cosas, todavía podían quedarle un par de días. En cambio, Juanito Proaza, el novato, estaba disponible. Era el único con el que podía contar en ese momento, había cerrado su caso y no habían quedado cabos sueltos.

—Tú conoces la zona de Los Infiernos, ¿no?

—Me crie cerca de allí —la mirada distraída de Proaza se desactivó—. Ahora vivo en San Javier, a unos ocho kilómetros.

De la Mata recogió las fotos, cerró el expediente y se lo tendió al inspector.

—¿Te atreverías con esto?

—Por supuesto, comisario.

—Entonces es tuyo. Resolviste bien tu primer caso, aunque sabemos que alguien muy competente te ayudó... —le dio una palmada a Garrido y soltó una carcajada—. Venga, a trabajar todos...

A De la Mata no había nada que le pusiera tanto como un caso cerrado, y esa mañana ya llevaba tres. Recogió los informes con la misma expresión que ponía de pequeño cuando ganaba a los cromos, echándoles un ligero vistazo e introduciéndolos en sus respectivas carpetas. Mientras guardaba las gafas en el bolsillo de la camisa, observó al inspector, que hojeaba el expediente un poco disperso, mirando lo que no debía mirar y dejando de lado lo esencial, y se sintió en la obligación de encauzarlo mínimamente, para que no se perdiera:

—Juanito, encuentra a esa Tati y que te explique, si puede, el significado y la intención de su mensaje.

A Proaza no le hacía gracia que le llamasen Juanito en el trabajo. Su nombre era Juan y todos lo sabían. Pero, ¿qué podía hacer? Era el nuevo y tendría que aguantarse de momento.

—¿La detengo, comisario?

—No, hombre, no. Si no tenemos nada contra ella. El mensaje la convierte en sospechosa, pero resulta demasiado evidente. No me cuela. Yo que tú contemplaba otras posibilidades, sin descartar esa.

—Eso es una rabieta, te lo digo yo —razonamiento breve y blindado de Utrero.

—¿Y por qué no puede ser una amenaza creíble? —Preguntó Garrido—. Tati se calienta, escribe furiosa el mensaje, lo manda y queda registrado. A pesar de todo sigue rabiosa, ofuscada y cumple sus amenazas. No tenía que haber mandado el mensaje pero lo mandó y no fue consciente de que dejaba una pista. Detrás de esas palabras hay mucha mala leche, te lo digo yo, que entiendo de mujeres —y miró a Aurora Marín, con su sonrisa insolente.

—Yo creo que el mensaje te dará un punto desde donde empezar, pero nada más —opinó Marín, pasando de Paco.

Cuando De la Mata abandonó la sala, entró de nuevo Garuso, el informático, como si el vacío que dejó el comisario al salir lo hubiera succionado. Continuó arreglando el ordenador de Adolfo, pacientemente, aparentando que siempre había estado allí formando parte del equipo. Al cabo de unos minutos le preguntó a Garrido de forma casual:

—¿Vas a terminar de contarme lo del interrogatorio?

—Pues claro, chaval, no creas que lo había olvidado. Verás, tenía en la taquilla una camisa blanca del uniforme, un poco vieja —continuó Garrido—. Iba a tirarla, pero se me ocurrió pintarle con un rotulador rojo unas gotas sobre las mangas y el pecho, nada espectacular, algo sutil, pero que se viera —se frotó las manos, para darle emoción a la cosa—. Pues bien, me la puse, entré en la sala de interrogatorios y me senté. Encendí un cigarrillo, tranquilamente, dándole tiempo para que viera la sangre, y le dije: «Tu amiga ya ha dicho lo que sabía. ¿Tienes algo que añadir?» Lo soltó todo. De un tirón. Y no le toqué ni un pelo.

—¿Y qué fue lo que te dijo?

—Eso, colega, es confidencial...





3. Un manojo de huesos


Proaza recogió el expediente, sacó el arma del cajón de su escritorio y abandonó la sala con paso decidido. Iba contento, con su caso bajo el brazo, un nuevo reto que le ayudaría a olvidar el anterior, si es que eso era posible. Antes de salir de la comisaría, desayunó un café y dos Donuts en la cafetería del edificio, pensando que no iba a ir a buscar a Tati en primer lugar solo porque lo hubiera dicho el comisario. Era un día bonito, estaba despejado y unas pocas nubes blancas hacían que el azul del cielo ofreciera un discreto y encantador contraste. Cuando se encontró más entonado, con la cafeína y el azúcar circulando por la sangre, dejó de sentirse poético y se dirigió caminando hacia el número 21 de la calle Ángel Bruma, al Instituto de Medicina Legal, para hablar con el forense.

Al llegar, como siempre, decidió pasar del ascensor y bajar por la escalera, disfrutando del aire fresco y el olor a suelo recién fregado. Resbaló en un escalón, todavía húmedo con restos de espuma, y estuvo a punto de darse el trompazo de su vida, pero conservó el equilibrio y se recompuso sin que nadie lo viera. Se sentó en el sofá de escay que alguien decidió poner ahí abajo por si él lo necesitaba y reguló su respiración.

Después de secarse el sudor de la cara con la camiseta, se incorporó, recorrió el largo pasillo siguiendo la línea de las tuberías, concentrado en sus pasos, sin prisas, sin fijarse en las láminas de anatomía que adornaban las paredes, esquivó el extintor de la columna, descendió cuatro escalones, giró a la derecha y se encontró ante la sala de autopsias n.º 1.

Lo primero que vio al empujar la puerta fue la mesa de acero inoxidable donde descansaba el cadáver de Gustavo Alveroa, que había recuperado una vaga forma humana. Sobre un paño verde estaba distribuido el material quirúrgico, junto a una fila de bolsas y botes que contenían los restos seleccionados por el forense para su análisis: moscas, huevos, larvas, gusanos, escarabajos, cabellos, fragmentos de ropa y de los órganos de Gustavo, cuyo destino inmediato era el Instituto Nacional de Toxicología.

Gonzalo Luzón, mantenía un fémur en alto para verlo mejor a la luz de la lámpara. A contraluz, parecía el simio de la película de Kubrick, después de haber evolucionado. Encorvado sobre su escritorio, Óscar Piédrola le miraba con disimulo mientras anotaba las muestras, dejando testimonio de la continuidad de la prueba; el asistente del forense, un hombre poco expresivo que solía comunicarse más con el silencio que con las palabras, le saludó con un movimiento de cejas y cierta complicidad. Proaza le devolvió el saludo, también silencioso. Cuando Luzón acabó de examinar el hueso, lo dejó sobre una mesa de cristal retro iluminada y lo observó minuciosamente con una lupa, como si nadie más que él habitara en el mundo. Después de unos minutos de espeso misterio dejó la lupa sobre la mesa, sin hacer ruido, apagó el cristal y juntó los dedos de ambas manos, meditando algo o saliendo de un trance. Solo entonces le miró, evaluándolo, como si estuviera eligiendo mentalmente los instrumentos necesarios para su disección. Como ambos sabían para qué estaban allí, el forense entró directamente al tema con una sonrisa cordial:

—Siento decirle que esta vez no tenemos rigor mortis donde apoyarnos para aventurar la data de la muerte —afirmó mientras se deshacía de los guantes de látex—. Eso lo complica, Proaza.

—Seguro que puede adelantarme algo.

—¿Sabe lo que decía el señor Holmes, inspector?

—Dijo tantas cosas…

—Es cierto, pero no todas vienen a cuento en este momento. Dijo que «teorizar antes de contar con todas las pruebas constituye un error capital».

—¿Entonces, he dado el paseo en balde?

—Un paseo nunca es en balde. Sé que no debería, pero… —pareció dudar, mirando a ambos lados con desconfianza, como si el tercer hombre que había en la sala no fuera del todo de fiar—. Observe el tórax, inspector. ¿Qué es lo que ve?

Veía un montón de huesos descoyuntados, carne desgarrada, insectos bullendo moviéndose por las oquedades y un líquido gelatinoso de color oscuro que goteaba y olía a demonios. Un ojo lechoso semi cubierto de pelo le miraba, mientras un moscardón lo lamía. El moscardón levantó el vuelo y, después de dar un par de vueltas de reconocimiento, se camufló en la camiseta de Iron Maiden, a completar su dieta con el sudor del policía.

—Parece que el esternón está cortado, ¿no? —respondió, encogiendo la nariz, pensando que no debería haber comido el segundo Donut.

—Tiene buen ojo, Proaza —exclamó sorprendido, alzando las cejas—. Le han hecho una esternotomía y eso no suelen hacerlo los animales. Así que además de las huellas de pezuñas, colmillos y dientes, tenemos las de la herramienta con la que le abrieron el pecho —pasó el dedo enguantado por el esternón, señalando el corte—. Una muerte intencionada: descartamos infarto, coma etílico y suicidio. Poco más puedo decirle.

—Venga, Luzón. Seguro que ya sabe el día y la hora exacta de la muerte. Me ayudaría bastante.

—¿La hora exacta, dice? —se burló—. ¿No prefiere que le diga quién lo mató?

—Bueno…

—Lo que pasa es que todo eso lo desconozco, inspector, porque yo no estaba allí —el forense hizo un movimiento de desesperación con las manos—. Lo único de lo que estoy casi seguro es que han tenido que matarlo.

—Bueno, eso ya lo suponíamos todo el Grupo nada más ver las fotos —afirmó Proaza con cierto desdén y una risita contenida.

—Usted y todo el Grupo ya lo suponían, que no cuesta ningún esfuerzo, pero yo se lo confirmo con mi trabajo, del que soy totalmente responsable. Eso sí, extraoficialmente, porque yo no debería hablar faltando aún los análisis de todos esos tejidos y fibras. Hasta que no reciba el informe de Madrid, esto es elucubrar.

—¿Y qué tiene de malo elucubrar si obtenemos resultados? Oiga, Luzón, ¿por qué ha dicho «han tenido que matarlo», como si no les hubiera quedado otro remedio? —como siempre, no sabía por dónde iba el forense.

—Porque se vieron obligados. Si hubieran podido hacer lo que planeaban, sin quitarle la vida, sin duda lo habrían hecho, y se habrían evitado un montón de problemas.

—¿Y qué es lo que planeaban?

—Después le contesto al qué, pero antes viene el cuándo. ¿Ve esas larvas de ahí, las del costado derecho? —Hurgó con el dedo, separando una del resto—. Aún no han llegado al estado adulto para convertirse en pupas, de manera que si las moscas pusieron los huevos en el momento que recibió el mensaje y eclosionaron cuando les correspondía, el desarrollo que mostrarían las larvas sería el que usted está viendo, aproximadamente —depositó la larva en su sitio con sumo cuidado y miró al inspector—. Para que la hora coincida, hay que tener en cuenta, como aceleradores del proceso, el plástico que cubría el cuerpo y el calor que hizo los dos últimos días.

—¿Quiere decir que podrían haberlo asesinado entre las una y las seis de la madrugada del sábado?

—Esa sería una estimación prudente —un silencio y una mirada, como si esperara algo más—. ¿No me va a preguntar por el móvil?

—¿El mensaje del móvil?

—No, hombre, el móvil del crimen.

—¿No me diga que ya lo ha descubierto?

—Pero si este caso está cantado, hombre —Luzón movió la cabeza y cerró ambos ojos, sonriendo, dando a entender que al inspector le faltaba algo—. No lo sé con certeza, y por eso no se lo he mencionado, pero sí sé que no le mataron con un serrucho, ni con un machete, ni con un hacha de sílex, porque el corte sigue una línea muy precisa, lo que quiere decir que cortaron el esternón con material quirúrgico de precisión, tal vez con una sierra oscilante. ¿Para qué?, me pregunté.

El gesto adecuado detrás de la pausa.

—¿Y qué se respondió? —El inspector no conseguía seguir el hilo de su razonamiento, así que improvisó—: ¿Un ritual, tal vez?

—Sí que anda perdido… —como vio que Proaza no entendía nada, paró la escena con las manos durante dos segundos—. Todo esto no es otra cosa que garabatos en el aire, ya lo sabe, pero creo que a este joven le han extraído el corazón, posiblemente para un trasplante.

 —Tráfico de órganos —Proaza saboreó la idea—. ¿Ese sería el móvil?

—Es probable —y separó las manos, dando a entender que había terminado el espectáculo.

—Esto ya lo sabía usted desde el principio, Luzón. ¿Por qué no deja de jugar conmigo y me lo cuenta todo directamente?

—¿Contarle todo? Pero si he contestado a todas sus preguntas. ¿Es que ya no se le ocurre nada más?

El inspector quedó confundido durante un breve lapsus, con la mirada perdida. No sabía qué pensar y Luzón no paraba de reírse:

—Veo en su mirada sagaz una chispa de inteligencia, inspector. Sé que se está preguntando por qué no he mencionado los riñones, el hígado o el bazo, aunque, si disponían del equipo adecuado, también podrían haberle sacado los pulmones, la médula y las córneas. ¿Por qué afirmé que se trataba del corazón? —el forense levantó una ceja.

—¿Piensa decírmelo hoy?

—No olvide que la puesta en escena es importante.

—Nunca lo olvido —y negó con la cabeza recitando como un loro—. ¿Por qué el corazón, precisamente, Luzón?

—Porque de todos los órganos he encontrado restos, menos del corazón.

—¿Menos del corazón?

—Eso he dicho y veo que me ha entendido. Solo algunos fragmentos de la vena cava superior y de la arteria pulmonar con un corte limpio, probablemente de bisturí. ¿Eso le ayuda a imaginar lo que pasó realmente?

—Ya lo hace usted por mí. Yo solo tomo notas y me divierto. ¿Por qué darme el trabajo de pensar, si usted ya lo ha hecho? Economía básica. Ha dicho «asesinato», entre la «una y las seis de la madrugada del sábado» para «robarle el corazón y ponerlo a la venta». ¿Cuánto tiempo puede estar un corazón fuera del cuerpo?

—Conservado en una solución salina refrigerada, puede aguantar hasta ocho horas, no más. Pero hay que tener en cuenta que podría estar vendido de antemano: alguien necesita un corazón y está dispuesto a pagar lo que le pidan, buscan al donante adecuado, lo secuestran, lo anestesian y ya está. Esto huele a tráfico de órganos, aunque de momento solo es una conjetura.

—¿Probable o muy probable?

—¿Ya estamos con sus matices? Ande, lárguese y déjeme trabajar. Tengo que hacer algo con este muchacho, para que sus padres puedan reconocerle sin desmayarse —se volvió y miró una última vez a Proaza—. Y no se preocupe, que cuando tenga más datos se los haré llegar.


Volvió caminando a la comisaría, intentando limpiar la mancha que le había dejado la mosca en la camiseta y tratando de olvidar el olor que exudaba el cadáver, pero no consiguió ninguna de las dos cosas. «Tiene que ir acostumbrándose a este olor —le había dicho el forense—, va con la profesión y no es más que ácido butírico, gas metano y otros compuestos orgánicos muy comunes en la naturaleza». En el lavabo de la comisaría limpió la mancha con jabón, y se quedó algo más tranquilo cuando la roció con colonia; aunque seguía teniendo la impresión de que iba apestando. Podría haberse ahorrado subir a la sala del grupo, porque Rosa Márquez, la secretaria del comisario, le dijo que aún no había recibido el listado telefónico con las llamadas de Gustavo.

—Te mando un correo cuando lo tenga.

—Vale. También necesito el domicilio de Tati.

—No te preocupes, que aquí estoy yo para facilitarte el trabajo —dijo la secretaria haciéndose la mártir—. ¿No hueles algo raro, Proaza?

—No… —mintió el inspector.

Hasta que le llegara la información, no se le ocurrió otra cosa mejor que pasar por Los Infiernos, para ver el lugar con sus propios ojos. Le impulsaba el principio de intercambio de Locard, ese que siempre encontraba en todos los manuales de Criminología y que tantas veces había tenido que escuchar en la facultad: «Cuando se comete un delito, el delincuente siempre deja algo en el sitio del suceso y al mismo tiempo, se lleva algo que no tenía».

Pero allí parecía no quedar nada que no estuviera reflejado en el acta de inspección ocular, excepto la cinta policial reservando el terreno, el sol brillando en todo su esplendor y dos chavales y un viejo observándole con recelo. No saludó. Los miró con severidad dejando visible la placa, levantó el precinto, pasó a la escena del crimen y empezó a hacer su trabajo. La mañana era calurosa, muy calurosa. Antes de llevar un minuto ya sabía que allí no iba a encontrar nada relevante, pero se demoró un poco, sudando, alargando sus movimientos, para que no pareciera que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo allí. «Mira los hechos, solamente los hechos». Habían hallado el cadáver a unos cincuenta metros del camino, recostado sobre tubos de goteo y cubierto con una lona de plástico, que los de la Científica estarían analizando en esos momentos. Los tubos se encontraban junto a la base de un poste de la luz con marcas de zarpazos y dentelladas, la madera era vieja y estaba manchada de sangre reseca. No vio huellas de ruedas en el suelo, de manera que o lo llevaron andando hasta allí o lo llevaron a cuestas, porque tampoco había evidencias de que lo hubieran arrastrado. «Andando no —rectificó—, porque ya le habían matado. Le cargaron entre varios. Al menos dos». Tuvo que mirar las fotografías un par de veces para darse cuenta de que las huellas no se correspondían con las del terreno.

Entonces miró a los niños, que se habían ido acercando con disimulo y estaban ahora a medio metro de él, poniendo cara de buenos, y cayó en la cuenta de que habían sido ellos los que habían pisoteado toda la escena. Bueno, al menos tenía las fotos, con numerosos rastros de animales y algunos humanos. Según el forense, tenía que buscar a unos traficantes de órganos por los indicios que habían dejado: dos tipos de huella con diferente calzado, uno de varón adulto y otro de mujer. Además, habría un paciente receptor que, por supuesto, no se encontraría allí cuando abandonaron el cuerpo sin vida de Gustavo, ya que estaría al cuidado de alguien especializado, posiblemente el cirujano. Eso sumaba al menos cuatro. Y el lugar donde se había producido el asesinato era, con toda seguridad, un quirófano, aunque también podía ser una ambulancia...

—¿Tú eres un policía, a que sí? —el que hablaba tenía más desparpajo que el otro, que se cubría ligeramente tras su amigo, por si había que echar a correr.

Proaza siguió a lo suyo, sin responderle, aunque había perdido el hilo. Miró las huellas de las zapatillas que habían contaminado la escena con su curiosidad infantil y las comparó con sus piececitos de ratón:

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Por la chapa esa del cinturón. Y por la pipa…

—¿Qué pipa?

—La que llevas debajo de la camiseta. Se te nota mazo.

—Estaba buscando a los que han borrado las pruebas de la escena del crimen —chasqueó la lengua y los miró fijamente, con los brazos cruzados—. Porque aquí había unas huellas que yo debía inspeccionar para poder atrapar a un asesino y alguien las ha pisoteado. Eso es un delito muy grave ¿sabéis? ¿No habréis visto, por casualidad, a los que han hecho esto?

—No, señor —empezaron a alejarse del inspector, caminando prudentemente hacia atrás—. Han sido «los otros», ¿verdad, Chon? —y le dio con el pie. Chon, muy asustado, afirmó con la cabeza.

—Pues tened cuidado, porque hay un criminal que anda suelto —Proaza estiró el cuello, como si estuviera observando algo detrás de ellos—. Puede estar oculto en cualquier lugar. Cuando veáis a «los otros», les decís que voy a tener que interrogarles. Ya pasaré más tarde, para llevarles a comisaría.

—Vale, nosotros ya nos vamos —salieron pitando y cuando estuvieron a una distancia razonable, se pararon a mirar de nuevo.

Proaza no sabía dónde empezar a buscar. Los agentes que habían preguntado por los invernaderos, se encontraron con el recelo de los trabajadores, casi todos africanos. En uno de ellos, los temporeros nuevos llevaban una tirita en la articulación del antebrazo, cosa que llamó la atención del policía e incluyó en su informe. «Les hacemos unos análisis, para comprobar que están sanos», dijo el encargado. Por lo demás, nadie había visto nada. Y en medio de aquel paisaje desesperante, frente a la cantera de Cabezo Gordo, solo había invernaderos de plástico vestidos de fantasma, polvorientos olivos retorciéndose al sol y algún que otro cobertizo para los aperos. En uno de ellos se anunciaba: «Iplasca, S. A. Riegos Los Alcázares», seguido de un número de teléfono. A unos cientos de metros, un tractor rompía el silencio, manejado por alguien que llevaba un gorro chino de paja. El conductor no paraba de mirar, extrañado, sin duda, de que en medio de aquella solana pudiera haber algo interesante. El inspector sacó el móvil, entró en Google Maps, tecleó «Los Infiernos, Torre Pacheco» y pudo ver, sin moverse del sitio, el pueblo a vista de pájaro: un grupo de casas, una iglesia y un bar. 32 habitantes. Según la patrulla que husmeó por la zona, tampoco vieron nada, por lo que dedujo que allí no iba a obtener resultados y decidió ahorrarse el viaje. Necesitaba conocer mejor a Gustavo, ver qué hacía y cómo se movía cuando estaba vivo. Leyó su dirección en el expediente, puso el coche en marcha, abrió las ventanillas, dio la vuelta allí mismo y se dirigió a Los Alcázares, el lugar donde vivía la víctima hasta el viernes. Ya era hora de ver la cara de sus padres, observar su dolor y tratar de obtener alguna información con la que poder empezar a trabajar.


Los Alcázares, al igual que Santiago de la Ribera y Lo Pagán, se encuentra situado en el litoral del Mar Menor, protegido por una serie de torres de vigilancia costera, que en tiempos pasados defendían la albufera de los piratas berberiscos. Tan solo treinta años atrás, se hallaba dividido en dos mitades que pertenecían a San Javier y Torre Pacheco, hasta que decidió segregarse; desde entonces, es uno de los lugares favoritos de veraneo en la zona. Los padres de Gustavo vivían en la calle Isla de Tabarca, en una casa baja rodeada de jardín, adosada a otra de idénticas características e igual de coqueta. Había un limonero, que le recordó al de la casa de Virginia, cuando se apoyaban en él hasta que su madre la llamaba y se daban el beso de despedida, el mejor del día, porque sabía a limón y a ella. Cuando se acercó a la verja, un caniche rabioso le ladró y le dio un buen susto, porque iba pensando en sus cosas y no se lo esperaba. Era el perro de la familia, defendiendo su territorio con ladridos de juguete. Un hombre gritó:

—¡Cállate, Doggy!

Doggy se calló.

Proaza iba a tocar el timbre, pero el hombre ya lo había visto, de manera que se quedó con el dedo en el aire. «Yo…», intentó decir, pero el hombre se le adelantó:

—¿Desea algo? —Doggy volvió a ladrar—. ¡Que te calles, coño…! —y le alejó de la verja barriéndolo con el pie.

—Inspector Proaza, de la Policía Judicial —puso cara de afectado, le estrechó la mano a través de la verja y le dijo que lo sentía.

—Muchas gracias, inspector, pero creo que usted busca a la familia de Gustavo, ¿verdad? Pobre chico…

—Sí, bueno…

—Es ahí, en la casa de al lado.

Le dio las gracias y se marchó luciendo una sonrisa que no le apetecía para nada. Llegó a la cancela de la casa gemela, intentando que esta vez no le pillara desprevenido ningún perro, levantó la yedra que cubría el número de la casa y lo cotejó con el del expediente. No tenía limonero y sintió una ligera decepción. Como la verja estaba abierta, entró y subió al porche. La puerta era verde. Pulsó el timbre.

Era una familia conmocionada y cargada de odio. Muy pulcra, eso sí. Estaban hundidos y no sabían qué hacer, salvo gestos crispados y movimientos bruscos de rabia contenida; se movían en círculos, como fieras enjauladas, alrededor de la mesa del salón, reflejados en los muebles, que no tocaban para no mancharlos. En la pared había unos cuadros horrorosos con motivos de caza, alrededor de una escopeta paralela; en una vitrina, un montón de animalitos de cristal estaban expuestos en grupos, con sus sonrisas de mentira intentando alegrar el salón. Dos tórtolas disecadas les contemplaban desde una rinconera. Todo estaba tan limpio, brillaba tanto y olía tan bien que Proaza no se atrevió a rozar nada. Permaneció el tiempo justo de hacerles unas cuantas preguntas y echarle un vistazo a la habitación de Gus: carteles de grupos que no conocía, la guitarra sobre la cama recién hecha y la funda abierta. El amplificador junto a la puerta, los altavoces en el suelo, junto a un montón de CD desparramados, las estanterías cargadas de detalles diversos y vacías de libros. Un atrapa sueños colgaba a un metro escaso de la almohada...

Cuando salió de la casa llevaba una foto de Gustavo con Tati, celebrando algo con sus colegas en el local de ensayo. Se estaban besando. Ahora sabía que Tati era su novia, que era vegana y que siempre estaba discutiendo con Gus, por la política y por lo de comer carne. «¿Por comer carne?», se extrañó el inspector. «Le obligó a hacerse vegetariano —clamó la madre con los ojos enrojecidos tras las gafas—, para no hacer sufrir a los animales…» «Y ahora, fíjese —continuó el padre que no podía parar de frotarse las manos—, han sido ellos los que se lo han comido…» El inspector formuló sus preguntas, pero los padres no conocían a nadie que necesitara un trasplante, ni su Gus tenía enemigos, ni problemas económicos, ni se metía en peleas. «Era muy pacífico y muy ordenado, él solo pensaba en su música y era feliz…», decía la madre, tirándose de los pelos. «¡Y en la Tati esa de los cojones!», añadió el padre, cada vez más cabreado.

—Hasta que conoció a esa pellejo, ni siquiera le interesaban las noticias y, ya ve usted, últimamente no hacía más que cuestionarlo todo y de mala manera: que si la puta crisis, que si los cabrones de los políticos... Decía que no iba a votar más, porque la democracia era una estafa —se llevó las manos a la cabeza, se masajeó la calva e intentó estrujarla—. Eso no lo ha aprendido en esta casa, se lo puedo asegurar. Porque nosotros hemos pasado por una dictadura y sabemos que tener esta democracia es mejor que no tener nada —resopló, liberando la tensión—. Todas esas ideas se las metió la golfa esa en la cabeza, porque mi hijo no era así antes.

—¿Venía Tati a su casa a menudo?

—Por Dios, ¿cómo iba a venir si no se separaba de esos chuchos? Se presentó una vez sin avisar y me lo dejó todo lleno de pelos. Estuve limpiando pelos una semana entera. Esa chica convirtió a mi hijo en un rebelde y un extraño. ¡Ay, mi niño…! —la madre no lo pudo soportar más y se retiró llorando a su habitación, agitando las manos, como si limpiara el polvo que había en el aire.

—¿Cómo es que no denunciaron la desaparición?

—Porque para nosotros no había desaparecido —el padre abrió la ventana, sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de la camisa y lo encendió con el mechero de adorno que había sobre la mesa. Una huella delatora quedó grabada en el metal—. Gus no dormía siempre en casa; muchos fines de semana salía el viernes y no aparecía hasta el lunes —dio una nueva calada y se encogió de hombros, algo más calmado—. No podíamos preguntarle nada, porque se molestaba.

 —¿Puede darme la dirección del local donde ensayaba?

—No es un local. Tocaba en el garaje de la casa de un amigo, en Torre Pacheco.

—¿Y cómo iba hasta allí?

—¿Por qué lo pregunta? —colocó el cigarrillo en vertical porque no sabía dónde echar la ceniza, a pesar de que había un cenicero sobre la mesa.

—Porque necesito saber cómo se movía y por dónde. En algún punto de su rutina, alguien que también la conocía debió interceptarlo.

—¿Y no pudo ser por casualidad? —en lugar de echarla en el cenicero de cristal, la descargó en la otra mano.

—Es lo menos probable, pero sí, también pudo ser.

—Casi siempre cogía el 64, para ir a ensayar. Aunque Marcelo, el batería, lo pasaba a recoger de vez en cuando.

—Antes dijo que no tenía problemas económicos. ¿Trabajaba?

—Sí, por las mañanas… En la tienda de componentes informáticos que hay en la plaza, junto al Ayuntamiento. Informática Crespo. No tiene pérdida.

Al salir a la calle todo parecía más viejo y más sucio, en contraste con el salón de las visitas que no se podía tocar. Sentado en el coche, con las ventanillas bajadas, miró la foto pensando que ahora tenía una cara y una historia que rastrear. Pero aún le faltaba saber dónde vivía la chica. Podía habérselo preguntado a los padres de Gustavo, y aún estaba a tiempo de hacerlo, pero no le apeteció verles la cara de nuevo.

Se dirigió a la plaza del pueblo, donde Francisco Crespo, el dueño de la tienda, confirmó que se trataba de un buen chaval, trabajador y responsable, que conocía a Tati, una buena chica, y a las dos perras, unos animales impresionantes.

—Lo que me extraña es que hoy no ha venido y eso no es propio de él. Suele llamar cuando se retrasa.

—¿Cuándo fue el último día que vino a trabajar?

—El viernes.

—¿Los sábados no trabaja?

—Solo viene de lunes a viernes por las mañanas.

—¿Tenía problemas económicos?

—No, que yo sepa. Espere… ¿ha dicho tenía? No me diga que le ha pasado algo.

Proaza no se lo dijo, aunque suponía que cuando abandonara la tienda, el hombre no tardaría en enterarse.


Estuvo un buen rato sentado en el coche sin pensar en nada, empapando la camiseta de sudor, mirando a las familias pasar con las bolsas, las sombrillas, los flotadores y las sillitas plegables en dirección a la playa, desconectados entre ellos a través de sus móviles y tablets, que los conectaban a otros que no estaban allí. Le apetecía darse un baño y como llevaba un bañador en el maletero, empezó a darle vueltas a la idea. De pronto dejaron de pasar veraneantes y la calle quedó desierta, suspendida en la calma. Unos pájaros piaron, se escuchó el lejano claxon de un camión en la AP-7, y hubo unos segundos de silencio mientras unos hilachos de nubes se deshacían en el cielo… Cuando el azul quedó limpio, percibió y experimentó la quietud total. Sin ninguna referencia en movimiento en la que apoyarse, dejó de sudar y se le quitaron las ganas de ir a la playa. Quería seguir así el resto de su vida. Sin pensar. En paz con el mundo. Pero no pudo ser. El móvil del inspector vibró, y el correo de Rosa con el listado telefónico de Gustavo y la dirección postal de Tatiana Rodríguez apareció en la pantalla.